domingo, 15 de noviembre de 2009

Alicia y Fausto

Está tendido en un sillón con los pies sobre una mesita y la mirada en la nada. Escucha una canción: Where is my mind, y la canta con torpeza. Amaneció hace horas y no hay nada para hacer, sólo perder el tiempo. Son los restos de una noche en el país de las maravillas.

Del otro lado de la mesita, estoy acurrucada en otro sillón. Él cree que duermo o simplemente ignora. Yo observo, con una mirada escurridiza, la solución blanca que le cuelga de la nariz, con pena, con la nostalgia de lo que nunca voy a amar. Él está de paseo por entre sus recuerdos, huyendo de las tragedias de su vida. Entonces, de pronto existo. Me tiende una mano y lo abrazo con toda la culpa y la piedad hacia lo semi-desconocido. Por un momento participo de su pena, luego me fugo y caigo en por un hoyo de vuelta a casa.

viernes, 13 de noviembre de 2009

Una fiesta a lo Capote

Retratos, Truman Capote
Anagrama, 1995

Truman Capote (1924- 1984), sobervio, sarcástico y cínico amigo de todo el mundo, es el anfitrión de una fiesta de desquiciados, a la que concurren estrellas como Elizabeth Taylor, Marlon Brando o Marilyn Monroe. Todos famosos, todos psicológimente conflictivos, pequeños y grandes a la vez. La tituló Retratos y la utilizó para crear, con la mayor de las desvergüenzas, una imagen, un dibujo bien descripto, con líneas marcadas, de cada uno de sus invitados.

El paisaje es cosmopolita, digno de un vagabundo, como él mismo se autodenomina. Una fiesta alrededor del mundo, un viaje por algún lugar de África, Japón y Estados Unidos , por citar algunos ejemplos. Se trata de una revista de fin de semana repleta de cosas viejas que nadie quiere decir y todos quieren escuchar.

Hay un recurso: un hecho, un encuentro con el invitado, un diálogo. Truman echa mano de una especie de carisma que hace que sus “entrevistados” no quieran abandonarlo. “¿No cree que debería dormir?”, le dice Capote a Marlon Brando. A lo que responde su interlocutor: “Eso quiere decir que luego hay que levantarse. La mayoría de las mañanas, no sé por qué lo hago”. Y agrega: “Quiere algo de beber”. En otra oportunidad, Marilyn Monroe casi le rogaba que no la dejara sola: “Quedémosnos aquí senatados, por favor. Esperemos a que salga todo el mundo […] ¡No puedes dejarme sola! ¡Dios mío!”. Así las entrevistas se dan como charlas entre amigos íntimos, y Capote, mientras parece ignorar su condición priodística, va describiendo cada detalle, cada gesto y situación, a la vez que recuerda hechos del pasado, conversaciones con otros "amigos" en común, que han quedado en el baúl de lo inútil, listos para cambiar de condición.

Cada quien tiene su rótulo. Cada invitado al libro de Capote se traiciona a sí mismo. Le da, sin saberlo, el mote que el escritor estaba buscando. Nada es inventado, nada excede la realidad, más que la mera forma de ubicar los acontecimientos. En su fiesta, él es quien le pone la frutilla a la torta.

Veinte historias, veinte retratos; aunque no siempre veinte encuentros. Algunos de estos retratos son extensos y minuciosos, otros son simples pinceladas, igualmente minuciosas, pero pinceladas al fin. Como en el caso de Picasso. Un hecho: “En 1981 el mundo, suponiendo que siga girando, celebrará el centenario del nacimiento de Picasso”. Y un juicio de valor: “Picasso fue un niño pródigo y ha seguido siéndolo”. “Él es el ganador”.

Los retratos de Truman Capote son como una historia dominada por un dios griego, con apariciones repentinas, con un dominio total sobre el destino de sus personajes. Tiene un dejo absolutista, un gusto de total posesión de la situación, lo que, en cierta forma, da tranquilidad al lector. Está todo bajo control. “Es un secreto, de verdad”, le dice Marilyn. Y Capote, vil en su máxima expresión, guiña un ojo y escribe, entre unos invisibles paréntesis: “Y yo pensé: eso es lo que tú crees; yo te lo sacaré".

lunes, 2 de noviembre de 2009

Quimera del Lejano Oeste


Son los restos de un verano, es febrero y hace calor. Una ola de calor más intensa que en enero. No hay chicas tan blancas en Uruguay. Ésta lleva un vestido negro escotado, que le deja ver los hombros y le tapa las rodillas. La piel de las manos es casi transparente, como la de esos peces mal alimentados que pierden el pigmento. Se resguarda del sol con un paraguas negro -entrenado para un vendaval - que proyecta en el piso una enorme sombra salvadora. “Degue su mensague paga que lea el gueralgdo”, grita, enseñando una canasta con algunos papeles, mientras pega diminutos saltos para evitar que la arena gruesa de la calle, le queme los pies sin zapatos, y se las ingenia para no perder el paraguas.

Detrás de ella, sale de una especie de taberna del lejano oeste, el heraldo que, con mejor pronunciación logra decir a los pocos transeúntes: “Yo soy su heralgdo”. Es un joven de casi dos metros, rubio e igual de transparente.

Cualquiera pensaría que son un dúo de dementes. Pero en Valizas, todas esas cosas que a los uruguayos les despega las pestañas en las grandes ciudades, se plasman en un pueblo del Lejano Oeste, que a finales de febrero, luego de destilar hippies frustrados durante enero, deja lugar únicamente a las excentricidades.

El “gueraldo”, un francés de unos treinta años y su pareja, una francesa de unos treinta años, saben cómo divertirse: en pleno invierno europeo, se toman un avión al otro lado del Océano Atlántico para terminar en una acumulación de dunas, es decir, este pueblo a orillas del océano.

- ¿Para qué es esa canasta? –le pregunta una chica a la vocera francesa del heraldo.

- Tú coloca aquí tu mensague que a las ocho treinta él –señalando al francés alto- leegá en la plaza pública paga todos.

La plaza pública es un espacio abierto, sin ranchos, en el que salen algunos pastos de entre la arena y se juntan los artesanos a vender inciensos y pulseras de macramé.

El macramé es como un símbolo de Valizas. La tobillera de este tejido es la prueba de fuego. Si te vas sin una, seguro has pasado por la tentación de tenerla.

La dificutad no está en llegar a Valizas, sino en quedarse. Las indicaciones son claras: “Tomar la ruta Interbalnearia hacia el este hasta la bifurcación con Ruta 9, hacia el Chuy (Brasil). En el kilómetro 265 de la Ruta 9, doblar a la derecha en el empalme a la ruta 16. Antes de llegar a aguas dulces, doblar a la derecha por la ruta 10 y hacer seis kilómetros. Doblar a la izquierda en la entrada a barra de Valizas y avanzar cuatro kilómetros por camino de balastro”. Casi claras. Pero las circunstancias exceden el mero deseo de una vida salvaje. “No agua, no luz” es el emblema. Lo que confluye a “no baño y noches frente al fuego”.

Los bares, que sí los hay, son algunas tumbas conglomeradas sobre la callecita principal, que es tangente a la plaza. Con abuso del mimbre, son chozas artesanales en donde se puede tomar y si se es valiente, comer algo.

Pero lo mejor de este Lejano Oeste son, sin duda, las dunas. Éstas hacen de este lugar único. Si de pueblos gitanos se tratara, la magia podría haber estado en cualquier otro lado. Uruguay está invadido de rincones con callecitas de arena gruesa, pero ninguno se encuentra a orillas del océano a los pies de estas dunas religiosas.

Fotos, cuadros y miles de palabras le rinden homenaje a estos 30 metros de arena en forma de médanos. Valizas es eso: un pueblo de pescadores del Lejano Oeste -una cosa rara- con grandes médanos, aire fresco y una actividad explosiva que despierta año a año, y se conserva, entre tanto, con la originalidad de algún huésped quimérico.

viernes, 16 de octubre de 2009

La diáspora celeste

Se hizo un silencio similar al que se produce poco antes de una catástrofe. Minutos antes, la gente salía enloquecida de sus trabajos para llegar a tiempo al resguardo del hogar o al cementerio donde, poco después -sin saberlo, pero con esa extraña sensación en la boca del estómago- quedaría casi enterrada la celeste: el Estadio Centenario.

Ahora, miércoles 16 de octubre de 2009, pasadas las 20.00 horas, está empezando el partido. Juegan Argentina contra Uruguay, Uruguay contra Argentina. “Dicen que el resultado de este partido puede influir en los resultados de las elecciones. Es una cuestión de ánimos”, dice Taimur Yamani, un uruguayo hijo de egipcios, que anda como loco en su Peugot negro para llegar a tiempo al estadio. A nueve días de las Elecciones Nacionales, las avenidas Italia y Ricaldoni lucen una alfombra multicolor de listas. Y, a once años de que se vuelva navegable el océano Ártico, según elmundo.es, el frío cala los huesos y el sol tibio, que antaño regalaba octubre, se esconde detrás de una bolsa de agua helada que amenaza con estallar.

Del otro lado de las murallas del estadio, el clamor de una multitud, que agotó las entradas, se percibe como un susurro embutido. De paso por la avenida 8 de octubre, a algunas cuadras del estadio, se es testigo de una masa uniforme de papelitos que avanzan volando en descenso a una altura promedio de 10 metros y medios.

El partido condiciona las rutinas, hasta las charlas de ascensor: un “Acá estamos, deseando llegar para ver a Uruguay”, suplanta al “Acá estamos, muertos de frío”, o cualquier otra de las clásicas alusiones al clima.

Montevideo es una diáspora de tribunas. Cualquier lugar es un buen lugar. Un grupo de señores, vestidos con ropas de trabajar un tanto desgastadas, y un mendigo sentado en un cajón de madera que celosamente acaba de reprocharle a uno de los señores, se refugian del frío en la entrada de un edifio. Pero no para cualquier cosa: el edifio linda con una casa de venta de televisores, sobre la calle Colonia. Desde allí, en silencio, observan cómo avanza la jugada y de a ratos emiten algún chillido desgarrador.

El bar Los Girasoles, en la esquina de Colonia y Yi, está repleto de hinchas uruguayos y Carolina, la chica que no sabe por quién hinchar. Hay un silencio que muta ante una amenaza de gol.

Carolina nació en Uruguay y, con tan solo un año, se fue a vivir con sus padres argentinos a Argentina. Fue allí donde forjó su identidad y sus amistades, hasta que la crisis de 2002 dejó a su padre sin trabajo e hizo renacer en la familia Incerti el espíritu emigratorio.

Termina el primer tiempo, los marcadores indican lo mismo que al comienzo: 0 – 0. El descanso de los televidentes se hace explícito: todos aprovechan para acomodarse mejor, y tapar mejor al otro.

A algunas cuadras de Los Girasoles, el Bar Yaguaron, en Mercedes y Yaguaron (paradógicamente), menos popular, menos espacioso y menos lleno, ofrece un baño limpio, una Coca Cola por 40 pesos, ocho mesas de las cuales cinco están vacías y lo mejor: un plasma.

Falta poco para que termine el partido. Un hombre de unos sesenta años, con cara de Bulldog, está cada vez más nervioso. Parece que evita concentrarse en el juego y busca conversación alternando comentarios con los pocos desconocidos que lo rodean. “Nos vamos al repechaje…”, sentencia, girando la cabeza sobre el cuello robusto, y Argentina mete el gol.

“Entendés que hay gente que se va a suicidar mañana”, dijo unas horas antes Taimur Yamani, el egipcio. “Si perdemos, mañana va a ser todo un bajón. Eso seguro”.

viernes, 11 de septiembre de 2009

Animalia


Tiene una boa de un metro y medio, un difunto pavo real, un lagarto llamado Dina y una tortuga añeja. Esteban es la evidencia de un estereotipo poco explorado: el de los “zoomaníacos”.

Estudia veterinaria, aunque con 23 años pelea en las arenas del segundo año de la carrera. Repitió en la escuela y alguien le dijo que no iba a poder terminar el liceo. Sea como sea, lo hizo y desde que tiene memoria, su único objetivo ha sido dedicar su vida a los animales.

Su colección de seres peludos se remonta a los albores de la infancia, con la adquisición de John, “en homenaje a John Lennon”. Se trata de un perro Dálmata hermano de Ringo, Paul y George, cuyos destinos se desconocen.

Un perro no es evidencia de nada, ni la innumerable cantidad de cruces en el jardín de los gatos y hámsters muertos. Son sólo premoniciones de un mal mucho mayor, una potencial obsesión.

“La nena”, como Esteban llama a su boa que “aún está chiquita”, según dice, duerme en el mismo cuarto que él. Tiene un terrario con todas las comodidades, debajo de la ventana de la maloliente habitación: luz cálida, pasto artificial, un tronquito para la recreación y un conejo al mes (su alimento). La nena es propiedad de Esteban desde hace apenas un año. Tuvo una pitón, que decidió vender luego de que intentó morderle la cara. “Las boas son más mansitas, pero crecen bastante”. Crecen más. Ése es el tema. Gabriela, madre de Esteban y con quien convive, nunca se enteró del canje reptil y piensa que la húmeda criatura está en el auge de la adultez. Pero La nena, en plena pubertad, pide más y más conejos.

La habitación de Esteban es hotel de otros seres de esta naturaleza. En pleno invierno, Dina hiberna debajo de la cama marinera del chico. Y la tarántula sin nombre, poco antes de morir, vivía debajo del escritorio de donde, muy a su pesar, se escapó. Gabriela la exterminó.

En Facultad de Veterinaria, Esteban se hizo de una manada de amigos que, como él, gustan de los placeres exóticos de manosear bichos. Diego de 21 años, tiene una novia que estudia veterinaria y un galpón lleno de peludas, escamosas y esponjosas criaturas.

El broche de oro en la amistad de estos dos se dio con una empresa común. Un robo feroz. Nunca mejor dicho. El lugar: zoológico de Villa Dolores. Fecha: un año atrás. Medios: la mochila de Diego. Objetivo: un pavo real.

En el zoológico de Villa Dolores, los pavos andan sueltos. Y los dementes también. Fue cuestión de segundos. Entraron, ubicaron el espécimen bebé requerido, abrieron la mochila de Diego y salieron por la puerta del frente, “haciendo ruidos” para que nadie se percatara de que ocultaba algo con vida.

En una reunión casual de “zoomaníacos”, Diego comenta en un lamento: “Se la comió el perro de al lado”, haciendo referencia al pavo real. Sí era hembra. Lo que le quita todo carácter real, ya que el plumaje colorido es cosa de machos. Las hembras, con el tiempo, se transforman en algo similar a una gallina.

Ahora, van a por más. ¿Un mono? ¿Un tigre? Esteban cuenta que hay un tipo que crió a un oso salvaje desde chiquito como si fuera un perro. ¿Será un oso? Nos quedaremos con la duda.

viernes, 21 de agosto de 2009

Una cuestión "pudenda"

Es un objeto novedoso para algunos, común para otros. Un “recipiente ovalado instalado en el cuarto de baño que recibe el agua de un grifo y que sirve para el aseo de las partes pudendas” (PAUSA), según lo define la Real Academia Española. ¿Pudenda?

El bidé, palabra de origen francés, cuyo principal uso es la higiene personal, llegó un día para instalarse. Uruguay, Argentina y Paraguay se arrondillan a sus pies. No es así en otros lugares donde se prescinde de sus servicios. Es común encontrar aquel que en el regreso de un viaje, confiesa haber extrañado con locura en orden de importancia: la carne, la cama y el bidé.

Este artificio, usado en Francia en los tiempos en que el ritual del baño, como la Misa, era un tema semanal, es considerado de gran devoción por muchos. Tanto es así que se pueden encontrar casos sueltos de individuos que se definen así mismos como afectos al bidé.

En Facebook, la popular red social, los gustos musicales y culinarios le han cedido lugar al bidé. A este punto, se han formado grupos para rendirle culto. “Adictos al bidé”, con 382 fans, es un caso. “El mejor invento del ser humano”, declara el fan Pepe Díaz, en un grupo menos ambicioso: “Bidé”, con 168 miembros.

Pero, como todo, tiene su lado obscuro. Las críticas también se hacen oír. En el siglo de la reducción, nos encontramos con que este ambicioso monumento a la higiene es reducido (valga la redundancia) a una pequeña manguera. De este modo, se ahorra en espacio y se gana practicidad. El wáter mono comando, lo último en tecnología de toilette, es la tendencia. Y lo que muchos ven como un atraso, la ausencia del “mejor invento” del hombre, otros lo definen con una mirada progresista y carente de envidia.

viernes, 14 de agosto de 2009

Requiem por un payaso

El arte es como la energía: “No se crea, ni se destruye. Se transforma”.

El payaso tenía cara de persona. Y es una condición que excede a la calidad de su profesión. Los payasos, por lo general, son idiotas. Éste llevaba una alianza en el dedo, tenía los ojos verdes y usaba su propia voz en vez de fingir haber inhalado helio como la mayoría de sus colegas.

Iba en el ómnibus, concentrada en aguantar la risa, cuando el payaso subió. Salvación. “Marcelito, estás ahí”, dijo antes de que le viera la cara entre el embutido humano que pujaba en el estrecho espacio entre la puerta y el chofer cobrador. “Sí, Susana”, respondió la misma voz, al tiempo que dejó ver su rostro y se lanzó en busca del Guines a la incoherencia.

Estaba predispuesta a la risa. Eso es un hecho. Minutos antes de la irrupción del payaso, dedicaba mi atención a la pareja que estaba sentada detrás de mí. La vecina de al lado, seguía mis pasos. Tanto así que cuando la señora de atrás dijo algo como: “Viste que hoy falleció Imilce Viñas”, la vecina tuvo la sorpresa del año. La vi de refilón: agrandó los ojos de forma maravillosa y giró la cabeza al mejor estilo de El Exorcista, dejando en evidencia su falta de discreción. Yo conté los segundos para que se uniera a la cháchara de los de atrás.

Sobre la noticia, aunque es desagradable llamarlo de esa forma, debo decir que, como era de esperar, diarios e informativos alzaron homenaje a la actriz y se refirieron a ella como una gran personalidad de nuestro teatro y televisión. Teledoce dio inicio a su noticiero con el programa Plop, del mismo canal, en el que la actriz protagonizó varios personajes. “Una gran figura del humor”, sentenció.

El payaso estaba de luto. O sería entendible que lo estuviera. Los interlocutores que me rodeaban dejaron su trágica charla a un lado y se unieron a las risas generales que despertaban los comentarios de este inusual personaje. “¿Cuánto ganará un payaso promedio por día?”, me pregunté mientras la gente le volcaba monedas en una especie de media peluda en la que nadie se atrevería a meter la mano. “Si no tiene, pídale al vecino”, dijo el payaso. Ni se me ocurrió, claro. Pero cuando el ómnibus quedó en paz, tras la huida del payaso, creo saber en qué pensaban todos: “Ha nacido un nuevo actor”.

sábado, 8 de agosto de 2009

Encuentro dominical

Tula es adicta a la sandía, la gente pasada de edad y el bingo. Aquel día, un grupo de elegantes viejecitas, con el rostro extremadamente bronceado, las manos cargadas de anillos y las carteras, de billetes, que se hacen llamar Damas rotarias, estaban reunidas en el elegante salón de actos de un reconocido hotel, cuyo nombre prefiero obviar.

El motivo del encuentro es antagónico a cuaqluier cuestión bendita. Estas mujeres estaban allí para abrir las puertas de sus liposuccionadas almas y dejar entrever lo más vulgar y salvaje de la conducta humana. Estaban allí para jugar al bingo, una actividad casi futbolística.

Tula se acercó a aquel estadio encarnada en la piel de una chica de 20 años, con esperanza de saciar esa sensación de claustrofobia que le ataca los domingos después de los tallarines con queso. Llegó cinco minutos tarde, pero el lugar ya estaba saturado de las féminas antes mencionadas.

"Uno, dos, tres", dijo por dentro. Golpeó sus zapatitos de cristal y estaba dentro. Este exquisito geriátrico olía a naftalina y amoníaco de tinta recién hecha. Tula se mostró gentil y delicada y tuvo la receción que esperaba: miradas de adoración. Aclaro: era la única persona menor de 65,3 años. La chica sabe que la fórmula para caer bien en grupos de la tercera edad consta únicamente de tres sumandos: rostro firme, pañuelo atado al cuello y buenos modales.

Las fieras aún estaban dominadas. Amén de que algunas, enrojecidas, ansiaban carne fresca y leche de cabra, es decir la ofrenda de premios que se exponía en una mesa central. De modo que, cuando Tula se ofreció a vender rifas, se desató el descontrol. Todas querían comprar a la vez. "Una por 20, tres por 50", gritaba la pobre chica, que obtuvo como resultado severos traumatismos de brazos

A la hora del juego, en este caso el sorteo, las cábalas son infinitas. Hay quienes quieren números altos, del talón rosado o series que no existen. La señora del cabello violeta, que se lamentaba a gritos sordos con sus amigas, y echaban maldiciones a la peluquera, le dijo: "Tú, joven Tula, me vas a dar suerte". Compro 24 rifas, las que antes besó reiteradas veces y resfregó por su medalla de la Virgen María.

"Señoras, vamos a empezar el bingo. Tienen unos segundos nada más para comprar rifas. Si quieren más cartones, búsquenlos en la entrada", dijo la niña cantora, una pasa de uva con exceso de rubor, cuyo título le sentaba irónicamente bien. Y, de este modo, se inició la guerra. Líneas T de tela, V de vaca y L de lora eran las formas a completar y el Bingo, lo máximo.

Tula se sentó junto a la señora de cabello violeta y empezó a llenar su cartón. Pero, cuando la niña cantora gritó "Bingo" se pescó a sí misma abucheando con el resto. "Falsa alarma", dijo. Y, acto seguido, todas suspiraron de alivio.

La señora del pelo violeta se ganó una palangana para el baño (con las rifas) y marchó feliz para su casa. Tula no tuvo suerte de principiante, pero venció la depresión dominical y, mientras comía sandía en el patio de su casa, sonrió ante la perspectiva de una nueva forma de perder el tiempo.

domingo, 5 de julio de 2009

Jaque mate, rey vencido

El rey está acorralado. Un caballero lo mira de frente con la intención de lanzarse encima de él. No tiene escapatoria; pues si se mueve a la derecha, otro lo espera para atacarle en diagonal y, a kilómetros, también en diagonal, la reina del dominio enemigo le tiene los ojos clavados y la bayoneta apuntando al pecho.

Los dioses interactúan. Se llaman Gaspar y Mauricio. Gaspar, astuto y malvado, ha dicho: “Jaque al rey”. Entonces las nubes encierran al sol. Un sol redondo y otoñal que apenas ilumina el tablero, con un rayo que le cae encima. Y el dios malvado sentencia: “Jaque mate”.

Ahora, la reina sonríe. Aferra con fuerza su bayoneta, yergue su espalda e inyecta una flecha en el corazón de su enemigo, mientras su esposo mira quietecito desde la celda negra, en la fila dos, columna tres. Así finaliza el juego. El alma del rey muerto se eleva por los cielos del tablero y atraviesa la atmósfera, atraviesa millones de dimensiones y millones de pesadillas. Viaja años luz de su reino.

El rey ha llegado a Montevideo. Está en la esquina de 18 de Julio y Convención. Flota en el aire denso y observa como los dioses-jugadores recogen su cadáver y glorifican al victorioso reino que le ha sepultado.

En este escenario, Gaspar y Mauricio se estrechan las manos con fuerza y abandonan el tablero. Una nueva pareja de dioses ocupa su lugar y el juego se reinicia. Los retadores ponen las fichas en su lugar y un cronómetro. Este juego no puede tardar más de tres minutos. Esas son las reglas.

Avanza la tarde y cientos de estas personas-dioses-jugadores pasan por el tablero. Hasta que cae la noche y 18 de Julio y Convención, la esquina donde los Montevideanos se detienen a jugar al ajedrez, está llena de espectros voladores. Son reyes difuntos. Que en paz descansen.

miércoles, 24 de junio de 2009

Un mensaje compulsivo

Qurido, vi las fotos en España con pipo y ma. Hermosas. Dejé comentarios en casi todas (soy comentarista compulsiva).

Espero que estén pasando lindo. Yo estoy acá... sola. Miento, muy sola. La soledad es una especie de osteoporosis que me carcome. No sé si lo voy a lograr. No sé.

Para colmo hace un ofri de cagarse. Hoy lloré de frío. Un llanto largo y tendido mientras esperaba al fucking 192 para ir a la UM. Estoy sufriendo.

Qué cagada que no estés el domingo. Hay que levantarse tempranito a votar, valor. Va a estar bueno porque voy a trabajar... honorariamente. MIERDA!

Los amo hasta GAIA y más allá... andá a saber dónde. Cuidense y piensen en esta infeliz desnutrida que yace en Montevideo.

Suya,
V

lunes, 8 de junio de 2009

Sonrisitas socarronas

Si hay algo peor que tu madre es la mejor amiga de tu madre. Se trata de la mujer más hipócrita, más gentil y más arrugada que podés conocer en tu vida. Es la típica persona que, cada vez que te ve asegura que has crecido un centímetro, te tira de los cachetes y con una sonrisita dulce en la boca piensa en lo mal que te vestís y en lo bueno que es que su hija rubia estudie Bioquímica.

En los últimos años he escapado milagrosamente de sus garras, con inoportunas huidas en cuanto descubro que recibiremos su visita o con 23 exámenes y centenares de parciales por semestre. Mas el temor es permanente, en cualquier momento puede caer sin avisar y traer consigo a su hija infradotada que junta desde hace años el ajuar para su boda.

La desgracia sucedió. El día 24 del mes 12 no hubo escapatoria. La grata velada se celebró en su casa de campo, en el medio de la nada. En el camino de ida, me sentí como el niño de El Resplandor, sólo que Jack Nicholson esperaba en casa mi llegada.

- Qué empiece la fiesta -gritó el ser en cuestión, uno vez que arribamos. Nos invitó a pasar y comenzó con su discursito.

-¿Qué querés? ¿Querés algo para tomar, algo para comer, ir al baño? –repite la misma fórmula que desde hace 20 años y acto seguido me manda a hacer algo con la nena que, por cierto, no me puede ver.

La nena, la que estudia Bioquímica, tiene un severo problema de interacción y limita nuestro “hacer algo” a repetir todo el sermón de la madre o mostrarme fotos del novio ingeniero, que está instalando una caldera en Oviedo.

La hora de la sena es terrible. Hay que festejar a su manera, dejándose guiar por su volcán de hospitalidad, que produce un efecto opuesto a la comodidad. Se actúa sí y sólo sí la anfitriona da la señal.

-¡A comer! –dice. Y todos comemos con el canto de los grillos en el patio de la estancia, donde nadie puede ni podrá escuchar mis gritos.

Llegadas las doce, lo más divertido: el besito.

-¡Feliz Navidad! –decimos, mostramos la punta de las paletas con una sonrisita hereje y volcamos la cabeza 30 grados hacia la izquierda en un gesto de cordialidad.

-¡A dormir! –sentencia. Casi casi que aplaudimos el dictamen y el grupo se retira en filita a los cuartos del fondo a esperar a que los invite a pasar al baño.

Una vez en la cama, lo peor está por suceder. Preparo las piernas para correr y espero a que Jack rompa la puerta con un hacha y asome la cara.

miércoles, 3 de junio de 2009

Complot comercial

Dicen que hacer la compra relaja. Doy fe de que se trata de un mito. Seguramente el complot vincula a personalidades del hogar interesadas en maximizar la eficiencia familiar. La norma es que la madre cocina, el padre corta la leña, el hijo mayor juega al Play station y el menor, hace las compras. Para que se le pasen las mañas.

La tortura comercial nos pone cinco obstáculos frente a las narices: vencer la inercia, descifrar la lista de compra, superar el tráfico del supermercado en pos de los objetivos y, por último, la lucha en la caja.

Descifrar la letra de una mujer mayor de 40 años es un trabajo chino. Es una letra china. Este electrocardiograma femenino se equipara a la letra de un médico o el diario íntimo de esa chica que jura que alguien se lo lee.

Después de cuatro gritos reiterativos y potenciales amenazas de muerte, es hora de tonificar las piernas y lanzarse al campo de batalla, es decir el supermercado. Antes, nos hacemos de un arsenal de herramientas. Léase riñonera con tarjeta de puntos, tarjeta de puntos Plus, vales de compra y picana eléctrica para espantar a la vieja malograda que está por llevarse el último paquete de yogurt anticolesterol-dietético-0% sal y grasas trans de todo el supermercado. (AIRE) ¿Sin sal?

Una vez en el ruedo, no se trata sólo de ganar ventaja sobre el resto de los compradores. Hay que sacar número en la carnicería, fiambrería y pescadería y esperar largos minutos con las carnes congeladas (las nuestras). Pero, siempre se siembra la esperanza de que, más allá de esta refrigerante sección, haya algo para degustar.

Lo peor es la caja. La rápida nunca es rápida y la lenta es muy lenta. La estrategia es siempre la misma, amén de su constatada baja efectividad. Damos un paseo para controlar el panorama y entonces nos decidimos por una. Pero, para no apostar todas fichas a un mismo número, optamos por la ambigüedad. Dejamos el carro un tanto más hacia la izquierda y nos colocamos un tanto más hacia la derecha. Esto va bien hasta que un poco fortuito accidente humano, es decir la vieja malograda, nos tira abajo la jugada con un gruñido.

La fila elegida equivale a la fila más lenta, regla general. Y, en el momento justo en que estamos por llegar, la cajera nos sierra la cortina: “Perdón, está caja está cerrada”. Y hay que volver a empezar.

domingo, 3 de mayo de 2009

Partido de espectadores

Hay cinco tipos de persona en Uruguay: la Galpón, el Solís, los Circulares, los MovieCenters o los que no gustan de las artes escénicas, mejor conocidas como teatro.

En mis visitas a las diferentes salas de nuestra ciudad, me he pescado varias veces más interesada en los espectadores que en la obra. El teatro es un juego en donde las personitas que observan se pueden volver los protagonistas de la historia, una nueva historia. En este partido hay tantas variantes como gustos y tantas porquerías como idiotas.

Olvidemos las categorías y vayamos a los jugadores. Si pusiéramos a todos estos personajes en una cancha, cada uno adoptaría un rol al que ya está predestinado.

La Galpones compite contra el Solís, no sólo por una cuestión de género, sino de clase sociocultural, más cultural que socio. Una Galpón es la típica jubilada que nunca en su vida supo algo de teatro, pero como tiene entradas gratis, va todo los domingos cual si fuera una misa. Una Galpón nunca va sola, ni con su marido, va con muchas otras Galpones que aman como ella el aire popular del Teatro El Galpón, recientemente reformado. En este caso el espacio teatral se vuelve un centro de recreación, la casa del té y cuna del chusmerío.

Por su parte, un Solís es un elegante caballero que cree que aún se usa fumar en pipa y llevar un pañuelo en la camisa. Es un culto por naturaleza, pero demasiado fino y tímido como para emitir sonido. Toda esa sabiduría divina queda guardada con candado bajo el duro hueso de sus cráneos y casi inexistentes cabellos blancos. Sería muy insólito encontrar un Solís que no nos inspirara algo diferente a la solemnidad. En este partido el Solís, un gran profesional, un prototipo del universitario uruguayo, planea la jugada y se queda en la banca.

El Teatro Circular es albergue de un grupo de jóvenes que no reconocen a Calderón de la Barca, pero rinden culto a Gabriel Calderón. Los Circulares son pseudo-hippies del siglo XXI. Se reconoce un Circular como un chico que se compra un jean Levi´s, le saca la etiqueta y lo revuelca por el piso antes de salir a la calle. Una circular mujer, por su parte, es aquella que jamás se depila las piernas y jamás usa pantalones. Las salas, escaleras abajo, directo al infierno, son espacio de obras vanguardistas y que aparentan rendir culto a los más altos estratos culturales, lo que no quita que, en ocasiones echen mano a algunos recursos de venta, que transpiran a mares inutilidad narrativa.

En este partido los Circulares competirían con el resto por una mera razón de camiseta. Su erudición no deja mayor huella visible.

El colmo del asunto es que haya un teatro que se llame MovieCenter. El arte en cuestión pierde identidad o con más suerte asume una nueva, un tanto más holliwoodesca. Los espectadores, en su mayoría chicos muy chicos, viejas muy viejas y matrimonios, aman con locura ‘el comercialismo de las obras’, como dirían irónicamente los Circulares o ‘la frialdad de la sala’, como dirían los Galpones y harían un tanto. Con respecto a los Solís, no dirían nada y al resto, los que no gustan del teatro, todo esto les da igual.

lunes, 20 de abril de 2009

Viaje a las estrellas

Existe una cuarta dimensión, hay una gran posibilidad de que algún planeta albergue vida extraterrestre y el único límite, como decía Einstein, es el cielo. He aprendido esto en mi primer y única visita a la sede de la AAA, Asociación de Aficionados a la Astronomía.

A las nueve de la noche, el Planetario Municipal, observado desde la avenida Rivera, es una estrella brillante, perdida en el inmenso espacio interespacial, es decir el Zoológico Villa Dolores. Hablo de un accidente de la naturaleza en millones de años luz de oscuridad y silencio de animales dormidos.

Mi objetivo es el Planetario. Nos separan cuatro obstáculos: el semáforo en rojo, un portón enorme, un camino de tierra y la sagrada puerta de ingreso a la estrella en cuestión.

La luz el semáforo se ha puesto verde. Misión cumplida. El portón parece cerrado, pero la proximidad me deja ver que está entornado. Entonces, le pego un empujón con valentía sobreactuada y un discurso justificativo en la punta de la lengua, ante cualquier ataque enemigo. Misión cumplida. Recorro el camino de tierra con la mirada puesta en la cúpula de observación del Planetario. La luz me guía, camino sin desviar la mirada. Misión cumplida. Entrar o no entrar, tocar o no tocar. En este escenario reflexiono sobre la frase “divulgación científica”. El mundo de los astrónomos, que se reúnen a las nueve de la noche en esta estrella-Planetario, parece demasiado privado como para ser “municipal” y demasiado inaccesible e intimidante como para pretender divulgar algo. Me pongo el cuchillo entre los dientes, repito tres veces por dentro la frase salvadora: “Soy estudiante, no sé mucho pero quiero aprender”, esto siempre resulta, más aún con los eruditos. Y le echo mano al picaporte. Con miedo a quemarme me deslizo hacia adentro.

Nadie, absolutamente nadie. Este lugar es un hall gigante, que me recuerda el final de 2001, Odisea en el espacio. Todo es blanco y tibio y surrealista. He atravesado el plasma. Hay dos caminos, el instinto me guía hacia la derecha. Recorro un pasillo estrecho y poco prometedor durante algunos minutos y… ¡bravo! Escucho voces más allá el horizonte. Al final del camino, en algo que parece una pequeña oficina, algunos hombres –todos hombres- se mueven como hormigas comprimidas que van y vienen de un extremo a otro del recinto con alguna carga a cuestas o en busca de algo en especial y, cada dos por tres, se pechan violentamente. Me detengo en la puerta algunos segundos y ninguna hormiga nota mi presencia. Aquel lugar huele a experimentación y a sobaco. Estos astrónomos sin título están concentrados en la fabricación de algún artefacto de observación o yo qué sé qué.

De pronto, sin quererlo, la frase salvadora se me escapa de la boca: “Soy estudiante, no sé mucho pero quiero aprender”. “Mujer, mujer, ¡mujer!”, piensan o sospecho que piensan. Es de entender.

Dos minutos más tarde, estoy sentada con Romeo y Walter, dos jubilados de alrededor de los 70 años que dedican una noche a la semana a su mayor afición: el cielo. Romeo me habla de la vida extraterrestre, Walter de la cuarta dimensión y yo, entre tanto, pienso que, efectivamente, “el único límite es el cielo”.

lunes, 13 de abril de 2009

Bajo una blusa floreada


He encontrado inspiración en las tetas de mi abuela. Mientras algunos-grandes y célebres escritores cuyos nombres voy a obviar- se la han topado en el mar, la selva, una situación límite o la muerte de todos sus seres queridos, yo, casi sin darme cuenta, he basado el sentido de todo, absolutamente todo, lo que he escrito en un universo fantástico.

Este fenómeno podría describirse como una nueva Narnia. Me refiero a un mundo fantástico bajo una blusa floreada, en vez de un ropero, en donde se puede hallar todo tipo de cosa, pero a donde nunca he descubierto la puerta de entrada. Otra posible imagen sería la de dos enormes bolsas de Papá Noel, que cuelgan cada una de un hilo de piel cuya resistencia se agrava a causa de los años, la gravedad y los millones de criaturas que habitan entre la inmensidad de recovecos.

De niña, cada Navidad, la abuela sacaba alguna sorpresa de aquel paraíso gigantesco que le colgaba hasta el ombligo. Una noche, luego de las doce, introdujo con delicadeza sus largos dedos índice y mayor en el canal que separaba las dos bolsas a la altura del escote. De allí sacó, tomado por la orejas, cual si fuera un mago, un conejo hueco de vidrio de alrededor de 30 centímetros de largo, con un número incontable de monedas dentro. Acto seguido, ordenó a mi hermano y a mí que las repartiéramos. De inmediato, la vil persona con la que debía compartir se apoderó del conejo y me tiró, según su criterio, lo que él creía que era la mitad del botín. Pero, mientras el villano contaba su nueva adquisición y la abuela, ignorante de lo sucedido, bailaba en la mecedora y miraba la nada, yo la observaba fascinada e intentaba descubrir la forma de quitarle la blusa sin que nadie sospechara de mi salud mental. Meta que no logré alcanzar, debo admitirlo, por cobardía.

Años más tarde, luego de haber formulado múltiples teorías sobre el misterio que albergaba entre las tetas y de filosofar días enteras, caí en el middle point de esta historia, lo más bajo: espiar. La abuela se había quebrado una pierna. “Esta muy vieja, ya va a estirar la pata”, sentenció mi hermano. El hecho es que se fue a vivir a casa unos días porque, en efecto, estaba muy vieja y ya no podía hacer nada sin ayuda. Recuerdo que, una mañana, me levanté directo al baño. Ese día la abuela tenía médico, de modo que cuando fui a cepillarme los dientes me topé con que la puerta estaba cerrada: mamá la ayudaba a ducharse. Fue entonces cuando me enfrenté a mi primer gran dilema moral: ¿Espiar o no espiar? ¿Saber o no saber? Mi decisión es obvia, se apoderó de mí la maldita tentación. Entonces le pedí a mi hermano que espiara, ya que él tenía mayor facilidad para todo eso. En el momento exacto en el que tomó contacto con el ojo de la cerradura, mi madre abrió la puerta. Mas, según él, alcanzó a ver mucho. Me habló de cadenas montañosas, de sirenas y duendes que corrian entre el agua jabonosa.


La idea de la cadena montañosa no es fácil de asimilar. Me dio vueltas en la cabeza durante años. El día en que la abuela murió no lloré porque sé que a ella no le gustaba todo eso, pero luego la cosa se complicó. Armé una escándalo, y no por una ambición “fáustica” de descubrir más acerca de aquello, sino por las miles de animales místicos, enanos y sirenas que clamaban a gritos sobrevivir y cuya voz nadie, excepto yo, lograba escuchar.

martes, 3 de marzo de 2009

Click, uich

En el vasto universo de las ideas y los seres que las poseen, y en mi corta vida de concienzuda ignorante, debo confesar que he pisado mierda más de una vez. Mas nunca de forma tan sublime como el pasado lunes.

Luego de una discusión en las profundidades del mismo infierno, de la que no salí muy bien parada, mis ojos tomaron contacto con la luz de la maravillosa estrella terrestre y, como quien recibe una patada desde atrás cuando no se lo espera, mis pupilas se cerraron como miles de animalitos retrotrayéndose sobre sí mismos.

De la nada, pensé: "En el vasto universo de las ideas y los seres que las poseen uno se puede encontrar con dos tipos de hombres: los verdaderos profesores y aquellos que demuestran que saben".

Así caminé algunas cuadras con mis ojos malheridos y mi orgullo disminuído por la charla infernal de la que había nacido tanta poesía. "El verdadero profesor enseña no por él. Es solidario en tanto que comparte su información por puro amor o algo así. Puede ser una persona común, que se distingue de la otra opción por el simple hecho de que no necesita demostrar nada", continué.

De este modo, se fue regenerando la maquinaria de aquello que algunos llaman autoestima, al punto de sentir como se inflaba, a pasos tan lentos como los que en efecto estaba dando, mi pecho, antes chupado hacia dentro. "Yo soy una profesora", concluí orgullosa, justo cuando enterraba el pie en un enorme trozo de alimento digerido cuyo origen o sentido desconozco.