lunes, 28 de mayo de 2007

TODAS LAS PALABRAS




Entré en aquella habitación. Nadie notó mi presencia. Algunas personas la rodeaban y aparentaban no prestarle atención. Ella dormía en silencio, aún con algo de vida. Cada cual en sus pensamientos. No lloraban, pero se sentía una gran tensión, como si el dolor estuviera pujando y queriendo traspasar los límites impuestos. Era un tipo de dolor que nunca antes había visto: sufrían por el destino impronunciable. Yo los observaba desde afuera, como un testigo de la situación. Sus ojos, a veces, se posaban en algo y los míos, con discreción, recorrían la escena.
Poco a poco se fueron todos. Mis padres, que pertenecían al grupo, bajaron a fumar un cigarrillo. Yo permanecí allí, aunque no lo notaron. Estaba cerca de ella, sentada en una sillita baja a unos pasos de su cama, con la boca entreabierta.
Tendida en una cama de hospital, Josefina acariciaba con la punta de los dedos la delgada tela divisoria y esperaba.
Mientras la observaba: tan tiesa, tan fría, tan muerta en esos minutos de soledad que me permití con ella, pensaba en lo mucho que no compartimos. Observaba sus labios. Labios inútiles que jamás me besaron, que jamás me contaron historias. Nunca me había dado una tarde de su vida, nunca me había dado una palabra. Yo no la conocía.
Luego le observé el cuerpo en su conjunto: sus manos, su rostro envejecido. Dicen que de joven era hermosa: tenía el cabello muy rubio y los ojos negros. Era pequeña de cuerpo pero tenía un gran carácter: era determinada y fuerte, y su presencia imponía respeto. Su pecho, totalmente plano por el cáncer, en otros tiempos había sido el primer alimento de mi padre y de nueve niños más. Dicen que cocinaba de maravilla: inventaba platos (hechos con las sobras del día anterior) que eran manjares, y sus postres eran lo máximo, pero ella no los probaba. Se limitaba a ser la creadora.
No resistí la tentación. La tentación de encontrar en esa dama que aún no había perecido, en aquel despojo de vida que se negaba a abandonar el cuerpo, el amor que me debía. Entonces, trepé en la cama y me deposité a su lado dispuesta a revivirla, al menos por un minuto, para guardarla en mi memoria y en mi corazón. Necesitaba que me dijera cuánto me amaba, cuánto lo sentía, cuán arrepentida estaba de no permitirse conocerme. Le tomé la mano, acerqué mi rostro y besé a Josefina. Le hablé de mí y, por un minuto, la quise. Fue el minuto más real de mi vida.
Ahora éramos una. Su cerebro muerto era un cementerio de recuerdos; su vida, un susurro. Un susurro pasado, que ya se hacía un suspiro. El rostro de mi abuela lloraba sin lágrimas. Y me dio pena. Me dio pena el tiempo, sus lágrimas que no tenían por dónde salir.
Allí estaba yo, sentada junto a ella. Tomándole la mano. Su mano me aferró con fuerza. Con mucha fuerza. Allí quedaba algo. Nuestras manos se apretaban con dolor.
- Dicen que es un reflejo- dijo una voz detrás de mí. Me di la vuelta y allí lo vi: mi padre recostado en el marco de la puerta.
- ¿Qué?, ¿qué es un reflejo?- le pregunté.
- La mano. Que te apriete.
- Lo sé- le dije, aunque mentía-. ¿Crees que puede escucharme cuando le hablo?, he oído decir que así es.
No respondió, caminó hacia nosotras. Él la conocía mucho, y la quería, aunque no siempre tuvieron una buena relación. No parecía demasiado afligido: ella siempre tuvo una salud muy delicada y esta vez ya era hora de descansar. Yo aún seguía sosteniendo su mano que, de a ratos, me apretaba. Papá se colocó del otro lado de la cama y la acarició con el dorso de la mano desde los pómulos hasta la comisura de los labios. Era un roce, apenas llegaba a ser una caricia. Él la miraba con un cariño sin reproche, con todo ese amor que los hijos tienen guardado. Luego retrocedió unos pasos.
-Sí. Sí te escucha- concluyó finalmente.
- ¡Te quiero!- le dije sin soltarle la mano a su madre. Él hizo un gesto, algo así como una sonrisa. Y, sin decirlo, me respondió.
No volví al hospital. Ella murió durante la noche, en uno de los días que siguieron a mi visita. Apartado en su habitación, mi padre se tapaba la cara con las manos. A través de éstas se escapaban algunas lágrimas. Fue la primera vez que vi llorar a mi padre. Entré, lo abracé, pero no lloré, no podía hacerlo, aunque lo deseaba. Tenía que sostenerlo.
Nunca más volví a ver a Josefina, pero a veces me parece sentir la mano de mi abuela que me aprieta, y su voz que me dice cuánto me quiere.