sábado, 8 de agosto de 2009

Encuentro dominical

Tula es adicta a la sandía, la gente pasada de edad y el bingo. Aquel día, un grupo de elegantes viejecitas, con el rostro extremadamente bronceado, las manos cargadas de anillos y las carteras, de billetes, que se hacen llamar Damas rotarias, estaban reunidas en el elegante salón de actos de un reconocido hotel, cuyo nombre prefiero obviar.

El motivo del encuentro es antagónico a cuaqluier cuestión bendita. Estas mujeres estaban allí para abrir las puertas de sus liposuccionadas almas y dejar entrever lo más vulgar y salvaje de la conducta humana. Estaban allí para jugar al bingo, una actividad casi futbolística.

Tula se acercó a aquel estadio encarnada en la piel de una chica de 20 años, con esperanza de saciar esa sensación de claustrofobia que le ataca los domingos después de los tallarines con queso. Llegó cinco minutos tarde, pero el lugar ya estaba saturado de las féminas antes mencionadas.

"Uno, dos, tres", dijo por dentro. Golpeó sus zapatitos de cristal y estaba dentro. Este exquisito geriátrico olía a naftalina y amoníaco de tinta recién hecha. Tula se mostró gentil y delicada y tuvo la receción que esperaba: miradas de adoración. Aclaro: era la única persona menor de 65,3 años. La chica sabe que la fórmula para caer bien en grupos de la tercera edad consta únicamente de tres sumandos: rostro firme, pañuelo atado al cuello y buenos modales.

Las fieras aún estaban dominadas. Amén de que algunas, enrojecidas, ansiaban carne fresca y leche de cabra, es decir la ofrenda de premios que se exponía en una mesa central. De modo que, cuando Tula se ofreció a vender rifas, se desató el descontrol. Todas querían comprar a la vez. "Una por 20, tres por 50", gritaba la pobre chica, que obtuvo como resultado severos traumatismos de brazos

A la hora del juego, en este caso el sorteo, las cábalas son infinitas. Hay quienes quieren números altos, del talón rosado o series que no existen. La señora del cabello violeta, que se lamentaba a gritos sordos con sus amigas, y echaban maldiciones a la peluquera, le dijo: "Tú, joven Tula, me vas a dar suerte". Compro 24 rifas, las que antes besó reiteradas veces y resfregó por su medalla de la Virgen María.

"Señoras, vamos a empezar el bingo. Tienen unos segundos nada más para comprar rifas. Si quieren más cartones, búsquenlos en la entrada", dijo la niña cantora, una pasa de uva con exceso de rubor, cuyo título le sentaba irónicamente bien. Y, de este modo, se inició la guerra. Líneas T de tela, V de vaca y L de lora eran las formas a completar y el Bingo, lo máximo.

Tula se sentó junto a la señora de cabello violeta y empezó a llenar su cartón. Pero, cuando la niña cantora gritó "Bingo" se pescó a sí misma abucheando con el resto. "Falsa alarma", dijo. Y, acto seguido, todas suspiraron de alivio.

La señora del pelo violeta se ganó una palangana para el baño (con las rifas) y marchó feliz para su casa. Tula no tuvo suerte de principiante, pero venció la depresión dominical y, mientras comía sandía en el patio de su casa, sonrió ante la perspectiva de una nueva forma de perder el tiempo.

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