lunes, 2 de noviembre de 2009

Quimera del Lejano Oeste


Son los restos de un verano, es febrero y hace calor. Una ola de calor más intensa que en enero. No hay chicas tan blancas en Uruguay. Ésta lleva un vestido negro escotado, que le deja ver los hombros y le tapa las rodillas. La piel de las manos es casi transparente, como la de esos peces mal alimentados que pierden el pigmento. Se resguarda del sol con un paraguas negro -entrenado para un vendaval - que proyecta en el piso una enorme sombra salvadora. “Degue su mensague paga que lea el gueralgdo”, grita, enseñando una canasta con algunos papeles, mientras pega diminutos saltos para evitar que la arena gruesa de la calle, le queme los pies sin zapatos, y se las ingenia para no perder el paraguas.

Detrás de ella, sale de una especie de taberna del lejano oeste, el heraldo que, con mejor pronunciación logra decir a los pocos transeúntes: “Yo soy su heralgdo”. Es un joven de casi dos metros, rubio e igual de transparente.

Cualquiera pensaría que son un dúo de dementes. Pero en Valizas, todas esas cosas que a los uruguayos les despega las pestañas en las grandes ciudades, se plasman en un pueblo del Lejano Oeste, que a finales de febrero, luego de destilar hippies frustrados durante enero, deja lugar únicamente a las excentricidades.

El “gueraldo”, un francés de unos treinta años y su pareja, una francesa de unos treinta años, saben cómo divertirse: en pleno invierno europeo, se toman un avión al otro lado del Océano Atlántico para terminar en una acumulación de dunas, es decir, este pueblo a orillas del océano.

- ¿Para qué es esa canasta? –le pregunta una chica a la vocera francesa del heraldo.

- Tú coloca aquí tu mensague que a las ocho treinta él –señalando al francés alto- leegá en la plaza pública paga todos.

La plaza pública es un espacio abierto, sin ranchos, en el que salen algunos pastos de entre la arena y se juntan los artesanos a vender inciensos y pulseras de macramé.

El macramé es como un símbolo de Valizas. La tobillera de este tejido es la prueba de fuego. Si te vas sin una, seguro has pasado por la tentación de tenerla.

La dificutad no está en llegar a Valizas, sino en quedarse. Las indicaciones son claras: “Tomar la ruta Interbalnearia hacia el este hasta la bifurcación con Ruta 9, hacia el Chuy (Brasil). En el kilómetro 265 de la Ruta 9, doblar a la derecha en el empalme a la ruta 16. Antes de llegar a aguas dulces, doblar a la derecha por la ruta 10 y hacer seis kilómetros. Doblar a la izquierda en la entrada a barra de Valizas y avanzar cuatro kilómetros por camino de balastro”. Casi claras. Pero las circunstancias exceden el mero deseo de una vida salvaje. “No agua, no luz” es el emblema. Lo que confluye a “no baño y noches frente al fuego”.

Los bares, que sí los hay, son algunas tumbas conglomeradas sobre la callecita principal, que es tangente a la plaza. Con abuso del mimbre, son chozas artesanales en donde se puede tomar y si se es valiente, comer algo.

Pero lo mejor de este Lejano Oeste son, sin duda, las dunas. Éstas hacen de este lugar único. Si de pueblos gitanos se tratara, la magia podría haber estado en cualquier otro lado. Uruguay está invadido de rincones con callecitas de arena gruesa, pero ninguno se encuentra a orillas del océano a los pies de estas dunas religiosas.

Fotos, cuadros y miles de palabras le rinden homenaje a estos 30 metros de arena en forma de médanos. Valizas es eso: un pueblo de pescadores del Lejano Oeste -una cosa rara- con grandes médanos, aire fresco y una actividad explosiva que despierta año a año, y se conserva, entre tanto, con la originalidad de algún huésped quimérico.

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