miércoles, 10 de diciembre de 2008

Incapacidad motora y otros síndromes repugnantes

"Estudiar o no estudiar", esa es la cuestión. Tengo los pies ampollados y, desde hace dos días, no puedo caminar. No hay mejor excusa, sin embargo me atrae más bailar música de Kusturica en la silla con ruedas de mi computadora, que leer algo que no sea Mil Grullas de Kawabata.

El lamentable suceso, en que perdí momentáneamente la razón de mi existir (léase:capacidad motora), sucedió el fin de semana pasado. Mi amiga Carolina, compañera de aventuras, catalogaría a este incidente como un castigo divino por "hacer cosas locas" sin ella. La vida del decadente es así, al punto de llamar "cosa loca" a algo tan sencillo como caminar descalzo sobre el asfalto caliente.
Ahora, gracias a Dios y al apoyo de mi familia, que insiste en hacerme creer que soy una maricona exagerada; las ampollas de 3 centímetros de profundidad, están reventadas: el dulce agua corre por mis talones y las lágrimas por mis ojos. Bienvenida la fortaleza.

"Le deseo una pronta recuperación", me dijo el psedo- Dr. Otegui, luego de recomendarme pegar un algodón, mojado en yodo, con cinta adhesiva sobre la herida. Lo que en sí supuso una evolución, en lo que a "recomendaciones" se trata. Me refiero a que hubo quien me aconsejó que, una vez explotadas las ampollas, quitara la piel y rociara perfume. Aclaro: no le hice caso. (¡Gracias, sentido común!)

Heme aquí, entonces, girando sobre mí misma a 40 kilómetros por hora, en esta silla enclenque de computadora. Bailo con movimientos rotatorios y de traslación sobre una órbita inconscientemente definida; al son de esta música demencial. "Verano, dulce verano", pienso mientras miro de reojo, sobre el escritorio, a todo lo que nos separa.