sábado, 29 de marzo de 2008

Platos de porcelana

Rutina: Julia ha peleado con su marido en la mesa. Ahora lava los platos, mientras su hija, hija de su anterior esposo, los seca. Amanda, amiga de su hija, que ha presenciado la situación sin asombro, se sienta en la escalera, que está junto a la cocina. Desde la habitación de al lado se siente cómo el esposo discute con las paredes. Ahora, las tres mujeres hablan de la vida, como si nada.

Amanda conoce bastante a Julia. Tienen una relación rara, de años de tomar té juntas, de ser la "amiga de la hija". Incluso ya tiene su taza preferida en aquella casa. Creo que se llama confianza. Amanda sabe lo que Julia piensa de ella. Pero igual la quiere, y pienso que Julia también. Después de todo, la vio crecer.

Julia ha estado hablando de todo un poco y, de pronto, comienza a hablar de su antiguo esposo: "Pobre hombre, cómo se esforzaba, se pasaba todo el día trabajando y cuando llegaba a casa estudiaba". Y friega los platos con fuerza sobre lo fregado, intentando limpiar donde ya no hay mugre. La hija los seca. "Y... ¿Cómo se conocieron?", pregunta Amanda. "En el liceo, en el nocturno -dice Julia, mientras carga la esponja con más jabón para seguir castigando la loza-. Nos casamos jóvenes y la tuvimos a ella. Sí que era un buen hombre", repite. Y se hace un silencio.

Amanda, desde su rincón en la escalera, observa la situación. Qué parecida era su amiga a Julia y qué diferente, a la vez. La segunda poseía una inocencia indescriptible, un dejo de santidad, tras su apariencia despreocupada. De pronto le dieron ganas de preguntar a Julia por qué había dejado al papá de su amiga. Por qué el divorcio. Ha comprendido que es obvio el porqué de la diferencia entre las dos mujeres. Es una ecuación simple: hay un sumando que falta. Un sumando que no es precisamente el que está en la otra habitación. Pero se queda callada.

(La imagen: Melancolía, Raul Cañestro Caba)

viernes, 21 de marzo de 2008

En el mundo de los hechos reales

Me subo al ómnibus con mis sandalias rojas. Esas con taquito, que me compró mamá en su intento por hacer de mí una criatura femenina. Eran las ocho de la noche y había quedado de encontrarme con Lety a las ocho de la noche. Aún tengo media hora de viaje más un ligero desvío hacia el centro para devolver una peli, que tuve en mi poder durante toda la Semana Santa.

Volviendo al ómnibus. Estoy desquiciada. Las sandalias me aprietan -porque nunca las uso-, recibo un llamado de Lety a cada diez minutos preguntando si tardaré mucho y, para colmo, el ómnibus viene llenísimo, de modo que no me queda más remedio que aguantar el dolor de pies con un mordisco seco de lengua.

La cosa se agrava cuando tomo conciencia de que algunos planchas, que vienen parados a mi lado escuchando música villera con el celular, me miran con cara de estar buscando pelea. Me la veo venir: cuchichean, me miran y ríen; con severas risillas satánicas, pero bajitas. Todo esto en el mundo de los hechos reales, como dice Onetti. Pero, por otra parte, de pronto, sacan una navaja tamaño ideal para atravesarme al medio y me piden: "Toda la plata, flaca, danoslo todo" , que no es demasiado, de modo que se ven obligado a golpearme en la cara y desollarme. Así de simple. Entonces, me empieza a picar el cuerpo, se me seca la boca y decido abandonar mi apariencia de ignorante ante la situación. La táctica se limita a lo de siempre: miro a uno de ellos a los ojos, muy seria, y, de pronto, comprendo que tengo que apostar a algo: a mi peor cara de pordiosera peligrosa satánica capaz de asesinar a alguien con un arañazo en la yugular (Aire). Bueno sí, soy una perseguida. Como mucho, de esta situación fuera del mundo real, me podría llevar un manotón en el... de regalo. !Qué necesidad!

Un señor se levanta de su asiento para bajar y me tiro de cabeza. Generalmente, suelo ser más atenta y pensar en la pobre ancianita que está a mi lado, con las piernas viejas y cansadas, las vísceras, los bíceps y las varices. Son esas cosas que, una vez nos enseñaron nuestras mamás, y nos hemos acostumbrado a hacer como buenos que somos. Pero, esta vez, no tengo piedad: me siento yo. Es que la doña de al lado no me cae bien y punto.

Abro El Pozo de Onetti y empiezo a leer desde el principio. Mientras ojeo las primeras páginas, intento recordar cómo Carolina nos lo había leído -a Lola y a mí- en voz alta y poética, aquella mañana en la playa. "Recuerdo que, antes que nada, evoqué una cosa sencilla. Una prostituta me mostraba el hombro izquierdo, enrojecido, con la piel a punto de rajarse, diciendo: "Date cuenta si serán hijos de perra. Vienen veinte por día y ninguno se afeita". Era una mujer chica con los dedos alargados en las puntas...", leía en voz alta haciendo gestos personales mientras lo hacía, reflejo de su forma de entender el texto. Intento recordar cómo pronunciaba cada palabra, su forma de tirarse los rulos de un lado para otro, mientras luchaba contra la miopía, la intensa luz del sol y el reflejo de la arena en las páginas. E intento pensar, también, en cómo todo aquello influenció mi interpretación y mi sentir con respecto a la historia. Ja, y también recuerdo que fuimos a la playa con las piernas a medio depilar.

Volviendo al texto. Ahora lo leo diferente. Las palabras tienen otro dignificado. Los dedos de la prostituta son realmente largos en las puntas, hecho en el que no me había detenido cuando lo escuchaba de la boca de Caro. Comparo cada imagen: cómo la imaginaba antes y cómo lo hago ahora. Medito acerca de lo hermosa que me había parecido la historia, habiéndola conocido bajo otra circunstancia. Aquel día en la playa Lola, Caro y yo nos habíamos ido a pasar el fin de semana solas. Habíamos almorzado arroz y merendado chocolatada con galletitas. No habíamos hecho vida nocturna, ni nada de eso. Sólo playa, lecturas y siestas: las tres boca arriba en la hamaca del patio con los pies sucios, de andar descalzas, sobre la mesita de vidrio. Nótese el gran atentado, contra territorio sagrado de mi madre - la mesita de vidrio-, entre estas palabras. Vaya placer adolescente.

Nuevamente en la playa, Caro y yo nos enamorábamos un poco más de Onetti, Lolita se ponía bronceador todo el tiempo sobre la piel blanca y se hacía la dormida bajo la sombrilla, pero escuchaba la historia. Fingía dormir para salvaguardar su reputación ingenieril. Y ahora, en los hechos reales, finalmente le dejo el asiento a la viejita que me cae mal y Lety me llama por última vez para saber si llegaré antes de las diez.

miércoles, 19 de marzo de 2008

Años atrás


- Ese tipo de personas no saben nada de querer, de cuidar. Tienen una única cosa en la cabeza. Yo sé lo que te digo porque soy hombre, estoy en la cabeza de uno y sé cómo piensan -dijo el hermano.

- Lo sé -dijo la chica-. Y también tienen hermanas -pensó.

viernes, 14 de marzo de 2008

¿No pruebes porque te va a gustar?

No sé absolutamente nada sobre murgas. Abro Internet Explorer para buscar unas cosas y, cuando voy a escribir la dirección, veo en Universia la foto de una chica que me resulta familiar.

En aquel febrero de 2006, no fui la única que perdió la prueba de ingreso de la E.M.A.D, Jimena Márquez también. Aquel verano, en el que recuerdo haberme auto-convencido de ser la persona más retraída del mundo, fue con ella con la única persona con quien tuve relación, al menos la única de la que supe algo más que su nombre: una profesora de Literatura de 27 años, que soñaba con ser actriz, simpática y muy muy maternal.

El tercer día de la prueba, el último, luego de que todos termináramos de pasar a representar nuestros monólogos, nos fuimos a tomar una cerveza. Recuerdo que, ni bien nos sentamos “La desquiciada del cerquillo”, como decidí bautizar a una de las "postulantes" para entrar en posteriores conversaciones conmigo misma, empezó a repartir hojillas de frutilla. En aquel grupo de tres mesas, los únicos que confesamos no fumar fuimos Federico Torrado y yo. Luego de dicha confesión, recuerdo textualmente las palabras de Jimena: “No pruebes porque te va a gustar”.

Hoy, a dos años de esto, leo en la página de Universia (http://www.universia.edu.uy/): “El carnaval 2008 tuvo el toque de Jimena Márquez. Trabajó en 4 murgas: La Mojigata, La Gran Muñeca, La Gran 7 y Japilong”. Y, en fin, ésta es simple la historia de hoy.

domingo, 2 de marzo de 2008

Un pseudo-travesti

Moraleja: nunca lleven a dos preciados amigos a ver un "espectáculo" cuyo nivel moral no ha sido empíricamente demostrado previamente. (Suplico que no se precipiten a interpretar esta frase).

Anoche fuimos a ver Monólogos del pene. Intramuros (Convención 1241, esquina Soriano), un lugar increíble para gente relajada, extremadamente relajada. El nombre dice bastante, pero no todo. Al menos, no para la inocente que solía ser antes del show. Bueno, se sobreentiende mi tendencia a la exageración.

Entramos gratis. Sí, nos colamos. Es que el cobrador estaba conversando apartado de su puesto de trabajo y nosotros estábamos apurados por entrar. Una vez dentro, bajamos una escalera: directo al infierno. Atravesamos una sala de pool y pronto nos encontramos allí, debajo de la civilización, con un agradable lugar: oscuridad, The Beatles, un par de actores tomando vodka sentados en unos sillones, algunas señoras con sus indefensos maridos y una agradable moza que nos recibió al instante con suma cordialidad. A mí me fascinó. No diría lo mismo de Lola (título: mejor amiga), que fruncía la nariz, mientras meditaba acerca de cómo respirar dentro de su suéter sin quedar en evidencia. Por su parte, Javier (título aún no definido) prudente nos guiaba hacia la barra, siempre atento a la puerta de salida. Un antro de lo mejor. Hubo algunos repentinos "che, y si nos vamos a otro lugar", mas no nos fuimos a ningún lado. Nos sentamos en la barra a tomar una cerveza y así empezó la historia.

Se nos acercó la moza:"Chicos va a empezar la función". La función, qué terrible caradura. "No hay mesas libres, si quieren les puedo poner unos almohadoncitos allí adelante y si necesitan algo me piden". Cuando accedí, noté, por pura percepción, que Lola no estaba muy convencida. Lo verifiqué cuando la pobre, tras realizar un importante esfuerzo para sentarse sobre su almohadoncito con su pollerita blanca sin que se le viera nada, me dirigió una de esas miradas asesinas.

Lola, Javi y yo alineados en primera fila, delante de unas mesas, nos disponíamos a que empezara el show. Entonces, apareció, abriéndose camino entre las mesas y la gente (poca gente), uno de los actores que tomaba vodka en los sillones. Sí, estaba disfrazado de travesti, si no lo era de verdad. Allí, mientras el travesti, pelado, gordito, viejo celulítico, bailaba con su salto de cama transparente detrás del que se podía ver un cola less de lo más desagradable, me dio por mirar hacia al lado, hacia Javier. Y bueno, el acto seguido es bastante obvio: me empecé a reír. Tenía la cara de asco más satánica que jamás he visto en mi vida. Al principió pude contener un poco la risa, con gran dificultad. Pero, ante la primer reacción a la comicidad, que emitió el público, me largué una carcajada, seguida de una revolución interna propia de una drogadicta. Y el travesti seguía bailando lentamente un tema de La Bersuit y poniendo caras de pseudo-latin lover.

"Hoy vamos a hablar de la...", dijo. Y, a partir de aquí, ya no quiero contarles más. Lo siento pero está censurado. Lo único que les puedo decir es que Lola no paraba de desviar la vista y reír con nerviosismo, Javito debía de pensar en todas las películas del estilo Transformers que me obligaría a ver para subsanar todo esto y yo... Yo me reía mucho, salvo en la parte en que apareció un hombre -asistente del travesti-, que no dejaba de hacerle guiñadas a mis acompañantes (ambos), al tiempo que se iba quitando la ropa, TODA. Y bueno, el tiempo pasaba y con cierto espíritu optimista comencé a pensar en que, tal vez, mis acompañantes mantenían las apariencias y fingían un poco al mostrarse tan desagradados. Espero.