viernes, 28 de diciembre de 2007

Sí, soy chusma

Son esas personas que usted conoce, con las que nunca ha tenido trato, pero forman parte de su vida.

Cada persona tiene como un submundo, o mundo paralelo, compuesto, a su vez, por otras personas, que no pertenecen ni al mundo de los desconocidos ni al de los conocidos. Son aquellos que, por algún motivo, alguna vez nos llamaron la atención y, desde entonces, están ahí: son como una mancha borrosa en nuestras vidas. Dónde: en la universidad, en el barrio, en el trabajo, en el ómnibus. Tienen rutinas similares a las nuestras y, de alguna manera, como en un gesto inconsciente, los saludamos a diario (o periódicamente), sin emitir sonido alguno. Nos percatamos de que están y punto.

Me he encontrado en el ómnibus intentando deducir en qué trabaja la señora de pelo largo y enrulado, que siempre sube y se baja después que yo, de acuerdo a su forma de vestir y el destino del ómnibus. O, por ejemplo, qué estudia ese chico raro que siempre canta por los pasillos de la facultad. Qué suele hacer esa chica rubia fashion, que sé que vive a dos cuadras de mi casa, pues porque la he visto, desde la ventanilla del ómnibus, rezongar mientras pierde el ómnibus (en el que voy yo) justo cuando está saliendo de su casa, que está exactamente frente a la parada.

Son múltiples los ejemplos. Pero, verdaderamente, es algo que me llama la atención. Y lo peor es el regocijo que me da cuando, por equis razones, me entero de que mis postulados son ciertos.

Ejemplo número 1. Un día de estos, volvía en el ómnibus y sube la rubia. Por casualidad se sienta a mi lado y se pone a charlar con un chico, al que había saludado dos minutos después de subir. Entonces, ahí es cuando, casi por costumbre, paro la oreja. "Uh sí, porque la noche de la nostalgia en Lotus... a full", le decía. "Zaz, la emboqué", pensé. Y alimenté a ese maldito animal interno corroborando algunos otros datos.

Ejemplo número 2: un clásico. Hay un chico que sigo siempre. Se llama Matyas. Lo veo todos los días en el ómnibus a la 13:30, desde hace dos años. Se viste siempre de celeste: remera celeste, jean celeste. Se deja la chivita y usa el pelo medio crecido y desgreñado. Estudia Economía, pues tiene la cara lo suficientemente de estudiante como para trabajar; pero, a la vez, lo suficientemente de gil como para estudiar ingeniería (no es nada en contra de mis amigos los estudiantes de economía, simplemente intento ser gráfica) . Viajamos en el 192 rumbo Parque Rodó (zona en la que se encuentran las facultades mencionadas, para los que no conocen), y nunca se baja antes que yo, lo que me lleva a afirmar mi teoría, a menos que estudie Ciencias Agrarias en la ORT o haga trasbordo. Más allá de todo, no me pregunten por qué, pero estoy segura.

Además, Matyas tiene novia. Y es de esos que están de novios hace mil (dos años, mínimo) y son romanticones a más no poder. Digo todo esto porque le descubrí un medio corazón colgado del cuello; y en la mochila, un mensaje, que dice algo así como: "Maty, mi amor, te amo, te amo, te amo, te amo, cuidate, mi amor, te quiero como nadie, bla bla bla", por lo que también sé que se llama Maty (as). En fin, hay mucho más que contar sobre mi amigo Maty, pero sé que nos les importa. El hecho es que ahí está, con su chivita, su novia pegajosa y yo lo veo todos los día, y en lugar de irme charlando con él, como podría hacerlo con cualquier otra persona que me llame la atención, me limito a imaginarlo todo.

Y pienso, ¿alguién hará lo mismo conmigo? No lo sé, pero a mí me resulta divertido.

lunes, 24 de diciembre de 2007

Navidad de 1995


Tenía la tez de color mate, los hombros anchos y las piernas firmes. Siempre sonreía, inocente y perverso a la vez. Era un niño grande. Recuerdo sus manos adultas, de dedos cortos y regordetes, con las uñas extremadamente cortas, y las cutículas comidas. Se llamaba Willy. Tenía 10 años y yo 8 cuando lo conocí. Y fue mi regalo de Navidad de 1995.

Era una noche tibia, de esas que son los restos de una jornada de calor insoportable. Había olor a jazmines, ese olor dulce y renovador; el cielo estaba estrellado y era la víspera de Navidad. En aquellos tiempos, entre sueños olímpicos y una actitud caminase, me había vuelto una patinadora compulsiva, al punto de andar para todos lados sobre los patines. No me bastaban las tardes de "ir y venir", "ir y venir", por la calle: desde mi casa a la casa de Quico (a dos casas de la mía), mientras mi madre charlaba con las vecinas, sino que también andaba por adentro, noche y día sobre los patines. Esa noche no fue una excepción.

Luego de la cena, a las doce, me encontré con la sorpresa no tan sorpresa: unos patines nuevos. Estaban hechos de un plástico rojo con sus cuatro ruedas azules, eran preciosos. Después de las doce, como siempre, salimos todos a la puerta de casa a tirar cuetes y a saludar a los vecinos. Entonces, entre la confusión de la gente saludándose, y la alegría, me escapé sobre mis patines nuevos. Me deslicé libre por la calle lisa y despejada, y fui un poco más allá de la casa de Quico. Los brazos se me batían como alas en el aire, las piernas estaban rígidas y decididas, el aire en la cara me alentaba a más, y además no sabía cómo frenar. Entonces llegué a la esquina, doblé en ele y, aún más, llegué a la esquina de la otra cuadra. Fue entonces cuando lo descubrí.

En mi vida había visto a todos aquellos niños. Eran unos expertos. Estaban jugando carreras sobre sus patines Roller y yo, sobre mis cuatro ruedas, me sentía la más niña. Aparecí así como sí nada, era un "torpe torpedo" lanzado desde el otro lado de la manzana. Me di contra el cordón de la vereda y caí con poco estilo sobre el césped, de donde tardé en levantarme a fin de que no notaran mi falta de destreza, cosa difícil de disimular a estas alturas. Los observé un ratito, como quien observa una escena desde fuera, con algo de curiosidad y, a la vez, prudencia.

Cuando ya me estaba yendo con mi rodilla raspada, Willy se me acercó y, sin más, me dijo: “Vos anda y unite a María. Las dos contra mí”. Entonces, como si nada nos pusimos en nuestras posiciones y, cuando él gritó: “hasta la esquina", salieron disparados. Cuando llegaron a la meta, habiendo recorrido toda la cuadra que era paralela a la mía, yo aún seguía en el punto de partida, mirándolos patitiesa y con un sentimiento de deteriorado atrevimiento, que sin duda se debía de notar en mis gestos. Me di la vuelta y, cuando empezaba a andar de regreso a casa, sentí el ruido de unas ruedas que se desplazaban a gran velocidad detrás de mí.

- Me llamo Willy -me dijo, mientras frenaba usándome como resistencia, a propósito-. ¿Vos?

-...

-No me caes simpática, sólo hablo con vos por hablar con alguien mientras vuelvo hacia casa. Vivo acá -dijo y señaló una casa chiquita y con las paredes descascaradas-. ¿Vos?

-Virginia -muy seca-, y vivo acá a la vuelta en una casa de rejas verdes.

- Bueno -me dijo yéndose hacia su casa, que parecía estar desierta-, ya nos veremos, "simpática" -agregó con un tono irónico y se rió con picardía.

-Feliz Navidad -le dije, intentando parecer un poco más descontracturada.

Me miró, se rió de nuevo y entró en su casa silvando y moviendo la cabeza.

Cuando llegué a casa, preparada psicológicamente para que mis padres me asesinaran, me encontré con la sorpresa de que no se habían dado cuenta de mi desaparición.

Al día siguiente, Willy estaba en la puerta de casa pidiéndole permiso a mamá para jugar conmigo. No sé qué historia habría inventado para justificar el hecho de que nos conociéramos, pero mamá le creyó. Y así como si nada se conviertió en uno más en mi hogar. Mamá lo llegó a querer como a un hijo. Todos los días merendaba en casa y jugábamos los tres, junto con mi hermano Nacho, a cosas de varones; y por la noche, como recompensa por mi sumisa falta de femeneidad, patinabamos un rato. Yo soñaba con ser patinadora, él quería ser Spiderman.

No voy a olvidar nunca ese 25 de diciembre, en que apareció inesperadamente en casa: patinamos en el fondo buena parte de la tarde y se comió todas las uvas podridas del parral, mientras yo le pegaba en la cabeza.


NAVIDAD 1995. Querido Papá Noel: quiero unos patines nuevos y otro hermano.
NAVIDAD DE 1996. Mamá y Papá: quiero unos Rollers. Y como ven, Willy me dijo que Papá Noel no existía. Ya era hora.




Feliz Navidad para todos!

miércoles, 19 de diciembre de 2007

Insomnio

Hay una eterna bipolaridad en esta historia. Clara tiene 17 años y vive en un pueblo donde el cielo es siempre púrpura, la lluvia es suave y cálida, y los caminos son sinuosos. Siempre sinuosos.

Es la chica que nunca sintió el olor de los pinos, ni el de los inciensos. Pero, tampoco se desnudó ante la primera sonrisa amable que se le cruzó en su camino, ni se dejó cautivar por otros caminos. Sólo siguió el camino sinuoso.

Mas Clara es apasionada. Clara es la excepción a la regla, al estereotipo de "eres lo que haces" . Es un sauce llorón, un beso de lejos en los labios. Es una poetiza, que no sabe escribir, ni hablar.

-Anoche estuve pensando.
-Sabés que no te ayuda a pensar. Son percepciones.
-No sé si es tan así. Tampoco es la intención. Tuve insomnio. Hace un mes que no tomaba merca...
-Bueno, tranquila. No llores. Fumá esto y dormí. Buenas noches, Clara.
-Buenas noches, mamá. Gracias.
-Por nada. Pero no soy tu madre.
-Pero, si nunca dije que lo fueras.
-Ah, escuché mal. Es como si hablara con dos personas.
-Tal vez. A mí me sucede algo similar.
Y pudo dormir.

sábado, 8 de diciembre de 2007

¿Qué tan débil eres?


A veces cuando está sola en casa, le parece escuchar la tos de su padre, el ruidito que hacen las pulseras de su madre cuando se mueve, ese ruidito que le resulta difícil de asimilar en mi misma cuando se las usa. Y hay olor a jazmines, el olor de la Navidad. Son detalles que han ido construyendo ese algo que resulta inapercibido en el día a día, pero está; y cuando no está, se siente, casi por costumbre o reconstrucción del inconsciente.

Le gusta caminar descalza y ensuciarse; ducharse, con la puerta abierta y la música a todo lo que da, primero con agua fría y luego caliente. Le gusta caminar sobre las piedras de tal modo que le duelan los pies, sobre el pasto que le brota las piernas y la mugre, mucha mugre. Ama a ese coro de Thomas Eliot y a Billy Elliot por T.Rex; también que su hermano le siga haciendo caballito, amén de los años, y a Pink Floyd.

Anoche soñé que me despertaba con el sol en la cara y así fue. Por la noche, cuando el mundo se destroza, muevo mi cama y la coloco debajo de la ventana y me maravillo con las estrellas, y rezo para que amanezca y se calmen las penas, penas de hombres que amo, de plantas que amo, de objetos inanimados, sucios y corruptos. Y las lágrimas, que me roban la filosofía nocturna y la enorme realidad aplastante de la bóveda celeste, se sequen pronto con el sol de primavera, de octubre, de un nuevo cumpleaños.

Aquella niña se quiere desnudar. Y le gustan los instantes en silencio con su padre, hermosos silencios; el té, que sólo Lola sabe preparar, contra todo tipo de sabores amargos; las reconciliaciones con su madre, las charlas nocturnas con su hermano y la soledad de 18 de julio, la calle más poblada de su universo. Son pequeñas magias, los códigos de vida.
Y cuánta nostalgia, pues el mundo cambia, sé que el arbolito de jazmines algún día se va a secar, pero que nunca se sequen mis lágrimas, no para siempre, que sigan regando estas raíces. Raíces que quieren llegar al centro mismo de la tierra y subir hasta el cielo, a la vez. Y, aunque noto que soy infinitecimal en este universo enorme, lo tengo todo para sobrevivir, pero simplemente sobrevivo y ese es el problema. Mas soy optimista. Muy optimista.