jueves, 29 de marzo de 2007


La Mamushka


Son cajas: cubos perfectos de madera, y otros no tan perfectos. Así las veo en las calles. Caminan perdidas, ensimismadas en sus problemas. Caminan y caminan con rumbos que sólo ellas creen conocer.

Hay cajas grades y cajas más pequeñas de cuyas partes inferiores se asoman pequeños pies que se mueven graciosos, con ligereza. En la parte superior tras dos hoyuelos sus ojos se ocultan con un dejo de tristeza, como con temor de ser descubiertos. Algunas tienen envoltorios de regalo: de colores, con moñas y adornos. Otras, desnudas, son tan comunes que no las percibimos. Las hay pequeñitas sin abrigos, temblorosas, sin sed de beber de los placeres de la sociedad por desconocerlos.

Hay depósitos para estas cajas, donde con solemnidad se las coloca al desaparecer como si valiesen algo. Y a cada tanto, sus hijos y conocidos visitan sus restos y lloran sus ausencias.

El otro día caminaba en silencio bajo el cielo púrpura de las cajas. Tomé asiento, me acerqué a la tierra. Mi tiempo corría con menos prisa que el suyo y desde allí las observaba. Las observaba desde afuera: cubos perfectos de madera, y otros no tan perfectos. Sin que lo notara se sentó una a mi lado y lloró. Lloró durante horas (horas eternas), hasta que le pregunté por qué lo hacía. Sus ojos violetas me miraron con timidez y alivio, como si desde un principio hubiera estado esperando esa pregunta, y finalmente dijo: “Por ti”, susurrando.

lunes, 26 de marzo de 2007

Para Nacho

TIGRE VENGADOR




Abrí los ojos, y ahí estaba: aquel niño me odiaba. Por alguna razón que nunca nadie supo explicarme, parecía detestar mi presencia. Fue él quien me tiro de la cuna, me hizo llorar el noventa por ciento de las veces e infinidad de cosas más. Y también fue él mi primer amor

Todo funcionaba a nuestra forma: cuanto más me pegaba, más lo adoraba; cuanto más me evitaba, más intentaba yo perseguirlo. Él me detestaba y yo lo admiraba. Quería ser como él: tenía cinco años más que yo pero era muy chiquito, bien flaquito, peludo que daba miedo, y con esa cara de malo que también daba miedo. Éramos lo máximo: mi hermano y yo.

Nuestra relación funcionó basada en la distancia, hasta que apareció él. El otro que sí me quería (aunque no era demasiado gentil conmigo), no era ni la mitad de agresivo de lo que era el original. De un día para el otro, Tigre Vengador se convirtió en mi mejor amigo. Él no se hacía ver siempre, para que esto ocurriera el otro (mi hermano) debía caer en un profundo sueño y así, Tigre Vengador podía entrar en acción.

Él era un superhéroe de otro planeta, o algo así, de ahí su rarísimo nombre. En realidad, nunca me detuve demasiado en preguntar esos detalles. Cosas que hoy considero muy curiosas en aquellos tiempos me daban igual. No quería pensar demasiado en quién era en realidad él: el simple hecho de que existiera me hacía la niña más feliz del mundo.

Aquel personaje poseía un sinfín de atributos muy bien desarrollados. Sabía hacer todo tipo de cosas que yo ni siquiera sabía que existían. Profundicé en el robo, haciéndolo con los nísperos del árbol de una vieja vecina. Esto demandaba una complejísima técnica: uno debía aprender a trepar, saltar, esconderse o, si era necesario, correr muy rápido, entre otras cosas. También me introdujo en el arte de consumir alimentos silvestres: conocí con él que era el sabor del pasto, las moras del cerco y el juguito que salía de unas florcitas blancas (el último sabor que fue el mejor). Junto a Tigre Vengador descubrí el lado positivo de ser un niño, hecho que hasta el momento de conocerlo, para mí tan sólo significaba limitaciones y más limitaciones.

Todo marchaba de forma particular: por un lado estaba Tigre Vengador que me quería y con quien jugaba siempre que se presentara; y ,por otro lado, estaba mi hermano, que parecía odiarme, pues sólo se dirigía a mí para insultarme o, en el peor de los casos, darme alguna zurra sin que mi madre lo viera. Pero “como todo cambia” (frase que descubrí en esos tiempos), algunas cosas cambiaron. El tiempo había pasado, y gradualmente, Tigre Vengador comenzó a visitarme con menor frecuencia. Pero, a su vez, la relación con mi hermano comenzó a ser más cercana. Y así sucedió: mientras Tigre Vengador moría de a poquito, nacía otro ser precioso. Descubrí que nada es lo que parece, y aún no sé bien quién murió en verdad: Tigre Vengador o aquel niño malo que me odiaba.

jueves, 15 de marzo de 2007

Cartas a Diana

Carta 1

Querida Diana:

Sé que tardé en decidirme. El tiempo pasó con demasiada rapidez y no me di cuenta. El tiempo es así: yo siempre te lo advertí, y de todas formas insististe e insististe en que era y es algo necesario. Y aquí estamos.

En momentos recuerdo que te has quedado allí. Se han detenido tus agujas, han quedado intactas, perfectas. Tan perfectas como vos. Y yo..., yo he atravesado el plasma, viajé y viajé en contra de mi voluntad. Voluntad que supiste amoldar a tu sabiduría divina.

Diana, mi recuerdo de la niñez, preciosísima niñez, son tus ojos, diáfanos ojos, y tus palabras salidas de La Boca, boca de Dios, que me enseñaron, simplemente, a amar. Cada día un poco más. Y aquí estamos: tú sigues siendo eternamente niña, y yo crecí.

miércoles, 14 de marzo de 2007

Punto exacto I



El jardín colindante



Mi vecina, la señora que tiene su casa junto a la mía, es el tipo de persona en la que, muy probablemente, me voy a convertir en algunos años. No me pregunten por qué. Quizá deban cuestionarle este tipo de cosas a Naturaleza, la responsable de tales desgracias.

No la veo muy seguido. Esta señora suele encerrarse entre cuatro paredes muy bien construidas, y raras veces sale y expone sus ojos, ojos pequeñitos y temerosos, al sol. Entonces, en provecho de sus inusuales lapsos de exposición, de forma casi inconsciente, me dispongo a atacar. Me acerco a la periferia de mi jardín que es lindero al suyo -ambos están separados por un muro medianamente alto, que parece crecer día a día, por el que apenas en puntas de pie puedo llegar a ver hacia el otro lado-. Ahora ella riega sus plantas. Éstas están muertas, pero ella no lo nota porque la luz de las mañanas de verano la ciega demasiado, y es aún más dolorosa para el que no acostumbra llorar. Le hablo, y no sé el porqué. Y cuánta pena. Me da pena el tiempo que la ha castigado, y a nuestro cariño.

Mi vecina es una extraña mujer. Ora es sombría, ora es hermosa. Puede ser confusa e impenetrable, de esa forma que no se puede definir, como “Un bosque impenetrable donde no existe el bien ni el mal”, como decía Diana, “porque ni el bien ni el mal existen”. Pero hay veces en que todo se ilumina y, por un minuto, exactamente un minuto precioso, todo parece simple y diferente, ella es diferente. Ahora es hermosa: está regando sus plantas que parecen vivas, y hasta me susurra desde su triste jardín. Está tan lejos, pero la escucho susurrar desde la profundidad de ese hueco en el que ha decidido construir su casa y sembrar sus semillas. Me parece que me habla a mí, me está contando secretos. Ella me quiere, me quiere alojar y me quiere salvar, pero también se quiere salvar.

Me invita a tomar el té, una vez más. Por la tarde, cuando el sol calienta otras flores de nuestro planeta, tomo una llavecita que abre un pequeño portón que una vez hicimos poner en el muro que separa nuestros jardines. Así, cruzo a su morada. Me invita a pasar, siempre lo hace, con extraños ataques de gusto, acepto. Me siento a su lado, pero mantengo distancia, y la escucho, y la observo. Observo ese único hombro, que encaja perfectamente con mi cabeza. Entonces, estamos cerca y percibo que en verdad no susurra sino que grita. Yo callo, me limito a tomar ese té suyo que me fascina, pero por lo general me cae mal. Bebo y escucho sin entender. Y luego me marcho. Siempre me marcho.

Cuando vuelvo a casa, por la noche, todo parece diferente. Me cuesta volver a adaptarme a lo mío. Lo que antes me era natural, ahora me hiere, me perturba. Y, al poner la cabeza en esa almohada fría, a veces lloro. La mojo toda, y ésta, obediente, absorbe todo mi dolor. Dolor que no logro definir, que me confunde, que es como “Un bosque impenetrable donde no existe ni el bien ni el mal, porque ni el existir existe”. El mundo se me dilata y la Tierra, como tantos oros planetas, sigue girando alrededor de alguna estrella despreciable en comparación con la enormidad del Universo. Y yo, la más infinitesimal criatura, lloro, hasta que me vuelvo a acostumbrar.