miércoles, 14 de marzo de 2007

Punto exacto I



El jardín colindante



Mi vecina, la señora que tiene su casa junto a la mía, es el tipo de persona en la que, muy probablemente, me voy a convertir en algunos años. No me pregunten por qué. Quizá deban cuestionarle este tipo de cosas a Naturaleza, la responsable de tales desgracias.

No la veo muy seguido. Esta señora suele encerrarse entre cuatro paredes muy bien construidas, y raras veces sale y expone sus ojos, ojos pequeñitos y temerosos, al sol. Entonces, en provecho de sus inusuales lapsos de exposición, de forma casi inconsciente, me dispongo a atacar. Me acerco a la periferia de mi jardín que es lindero al suyo -ambos están separados por un muro medianamente alto, que parece crecer día a día, por el que apenas en puntas de pie puedo llegar a ver hacia el otro lado-. Ahora ella riega sus plantas. Éstas están muertas, pero ella no lo nota porque la luz de las mañanas de verano la ciega demasiado, y es aún más dolorosa para el que no acostumbra llorar. Le hablo, y no sé el porqué. Y cuánta pena. Me da pena el tiempo que la ha castigado, y a nuestro cariño.

Mi vecina es una extraña mujer. Ora es sombría, ora es hermosa. Puede ser confusa e impenetrable, de esa forma que no se puede definir, como “Un bosque impenetrable donde no existe el bien ni el mal”, como decía Diana, “porque ni el bien ni el mal existen”. Pero hay veces en que todo se ilumina y, por un minuto, exactamente un minuto precioso, todo parece simple y diferente, ella es diferente. Ahora es hermosa: está regando sus plantas que parecen vivas, y hasta me susurra desde su triste jardín. Está tan lejos, pero la escucho susurrar desde la profundidad de ese hueco en el que ha decidido construir su casa y sembrar sus semillas. Me parece que me habla a mí, me está contando secretos. Ella me quiere, me quiere alojar y me quiere salvar, pero también se quiere salvar.

Me invita a tomar el té, una vez más. Por la tarde, cuando el sol calienta otras flores de nuestro planeta, tomo una llavecita que abre un pequeño portón que una vez hicimos poner en el muro que separa nuestros jardines. Así, cruzo a su morada. Me invita a pasar, siempre lo hace, con extraños ataques de gusto, acepto. Me siento a su lado, pero mantengo distancia, y la escucho, y la observo. Observo ese único hombro, que encaja perfectamente con mi cabeza. Entonces, estamos cerca y percibo que en verdad no susurra sino que grita. Yo callo, me limito a tomar ese té suyo que me fascina, pero por lo general me cae mal. Bebo y escucho sin entender. Y luego me marcho. Siempre me marcho.

Cuando vuelvo a casa, por la noche, todo parece diferente. Me cuesta volver a adaptarme a lo mío. Lo que antes me era natural, ahora me hiere, me perturba. Y, al poner la cabeza en esa almohada fría, a veces lloro. La mojo toda, y ésta, obediente, absorbe todo mi dolor. Dolor que no logro definir, que me confunde, que es como “Un bosque impenetrable donde no existe ni el bien ni el mal, porque ni el existir existe”. El mundo se me dilata y la Tierra, como tantos oros planetas, sigue girando alrededor de alguna estrella despreciable en comparación con la enormidad del Universo. Y yo, la más infinitesimal criatura, lloro, hasta que me vuelvo a acostumbrar.

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