lunes, 20 de abril de 2009

Viaje a las estrellas

Existe una cuarta dimensión, hay una gran posibilidad de que algún planeta albergue vida extraterrestre y el único límite, como decía Einstein, es el cielo. He aprendido esto en mi primer y única visita a la sede de la AAA, Asociación de Aficionados a la Astronomía.

A las nueve de la noche, el Planetario Municipal, observado desde la avenida Rivera, es una estrella brillante, perdida en el inmenso espacio interespacial, es decir el Zoológico Villa Dolores. Hablo de un accidente de la naturaleza en millones de años luz de oscuridad y silencio de animales dormidos.

Mi objetivo es el Planetario. Nos separan cuatro obstáculos: el semáforo en rojo, un portón enorme, un camino de tierra y la sagrada puerta de ingreso a la estrella en cuestión.

La luz el semáforo se ha puesto verde. Misión cumplida. El portón parece cerrado, pero la proximidad me deja ver que está entornado. Entonces, le pego un empujón con valentía sobreactuada y un discurso justificativo en la punta de la lengua, ante cualquier ataque enemigo. Misión cumplida. Recorro el camino de tierra con la mirada puesta en la cúpula de observación del Planetario. La luz me guía, camino sin desviar la mirada. Misión cumplida. Entrar o no entrar, tocar o no tocar. En este escenario reflexiono sobre la frase “divulgación científica”. El mundo de los astrónomos, que se reúnen a las nueve de la noche en esta estrella-Planetario, parece demasiado privado como para ser “municipal” y demasiado inaccesible e intimidante como para pretender divulgar algo. Me pongo el cuchillo entre los dientes, repito tres veces por dentro la frase salvadora: “Soy estudiante, no sé mucho pero quiero aprender”, esto siempre resulta, más aún con los eruditos. Y le echo mano al picaporte. Con miedo a quemarme me deslizo hacia adentro.

Nadie, absolutamente nadie. Este lugar es un hall gigante, que me recuerda el final de 2001, Odisea en el espacio. Todo es blanco y tibio y surrealista. He atravesado el plasma. Hay dos caminos, el instinto me guía hacia la derecha. Recorro un pasillo estrecho y poco prometedor durante algunos minutos y… ¡bravo! Escucho voces más allá el horizonte. Al final del camino, en algo que parece una pequeña oficina, algunos hombres –todos hombres- se mueven como hormigas comprimidas que van y vienen de un extremo a otro del recinto con alguna carga a cuestas o en busca de algo en especial y, cada dos por tres, se pechan violentamente. Me detengo en la puerta algunos segundos y ninguna hormiga nota mi presencia. Aquel lugar huele a experimentación y a sobaco. Estos astrónomos sin título están concentrados en la fabricación de algún artefacto de observación o yo qué sé qué.

De pronto, sin quererlo, la frase salvadora se me escapa de la boca: “Soy estudiante, no sé mucho pero quiero aprender”. “Mujer, mujer, ¡mujer!”, piensan o sospecho que piensan. Es de entender.

Dos minutos más tarde, estoy sentada con Romeo y Walter, dos jubilados de alrededor de los 70 años que dedican una noche a la semana a su mayor afición: el cielo. Romeo me habla de la vida extraterrestre, Walter de la cuarta dimensión y yo, entre tanto, pienso que, efectivamente, “el único límite es el cielo”.

lunes, 13 de abril de 2009

Bajo una blusa floreada


He encontrado inspiración en las tetas de mi abuela. Mientras algunos-grandes y célebres escritores cuyos nombres voy a obviar- se la han topado en el mar, la selva, una situación límite o la muerte de todos sus seres queridos, yo, casi sin darme cuenta, he basado el sentido de todo, absolutamente todo, lo que he escrito en un universo fantástico.

Este fenómeno podría describirse como una nueva Narnia. Me refiero a un mundo fantástico bajo una blusa floreada, en vez de un ropero, en donde se puede hallar todo tipo de cosa, pero a donde nunca he descubierto la puerta de entrada. Otra posible imagen sería la de dos enormes bolsas de Papá Noel, que cuelgan cada una de un hilo de piel cuya resistencia se agrava a causa de los años, la gravedad y los millones de criaturas que habitan entre la inmensidad de recovecos.

De niña, cada Navidad, la abuela sacaba alguna sorpresa de aquel paraíso gigantesco que le colgaba hasta el ombligo. Una noche, luego de las doce, introdujo con delicadeza sus largos dedos índice y mayor en el canal que separaba las dos bolsas a la altura del escote. De allí sacó, tomado por la orejas, cual si fuera un mago, un conejo hueco de vidrio de alrededor de 30 centímetros de largo, con un número incontable de monedas dentro. Acto seguido, ordenó a mi hermano y a mí que las repartiéramos. De inmediato, la vil persona con la que debía compartir se apoderó del conejo y me tiró, según su criterio, lo que él creía que era la mitad del botín. Pero, mientras el villano contaba su nueva adquisición y la abuela, ignorante de lo sucedido, bailaba en la mecedora y miraba la nada, yo la observaba fascinada e intentaba descubrir la forma de quitarle la blusa sin que nadie sospechara de mi salud mental. Meta que no logré alcanzar, debo admitirlo, por cobardía.

Años más tarde, luego de haber formulado múltiples teorías sobre el misterio que albergaba entre las tetas y de filosofar días enteras, caí en el middle point de esta historia, lo más bajo: espiar. La abuela se había quebrado una pierna. “Esta muy vieja, ya va a estirar la pata”, sentenció mi hermano. El hecho es que se fue a vivir a casa unos días porque, en efecto, estaba muy vieja y ya no podía hacer nada sin ayuda. Recuerdo que, una mañana, me levanté directo al baño. Ese día la abuela tenía médico, de modo que cuando fui a cepillarme los dientes me topé con que la puerta estaba cerrada: mamá la ayudaba a ducharse. Fue entonces cuando me enfrenté a mi primer gran dilema moral: ¿Espiar o no espiar? ¿Saber o no saber? Mi decisión es obvia, se apoderó de mí la maldita tentación. Entonces le pedí a mi hermano que espiara, ya que él tenía mayor facilidad para todo eso. En el momento exacto en el que tomó contacto con el ojo de la cerradura, mi madre abrió la puerta. Mas, según él, alcanzó a ver mucho. Me habló de cadenas montañosas, de sirenas y duendes que corrian entre el agua jabonosa.


La idea de la cadena montañosa no es fácil de asimilar. Me dio vueltas en la cabeza durante años. El día en que la abuela murió no lloré porque sé que a ella no le gustaba todo eso, pero luego la cosa se complicó. Armé una escándalo, y no por una ambición “fáustica” de descubrir más acerca de aquello, sino por las miles de animales místicos, enanos y sirenas que clamaban a gritos sobrevivir y cuya voz nadie, excepto yo, lograba escuchar.