viernes, 16 de octubre de 2009

La diáspora celeste

Se hizo un silencio similar al que se produce poco antes de una catástrofe. Minutos antes, la gente salía enloquecida de sus trabajos para llegar a tiempo al resguardo del hogar o al cementerio donde, poco después -sin saberlo, pero con esa extraña sensación en la boca del estómago- quedaría casi enterrada la celeste: el Estadio Centenario.

Ahora, miércoles 16 de octubre de 2009, pasadas las 20.00 horas, está empezando el partido. Juegan Argentina contra Uruguay, Uruguay contra Argentina. “Dicen que el resultado de este partido puede influir en los resultados de las elecciones. Es una cuestión de ánimos”, dice Taimur Yamani, un uruguayo hijo de egipcios, que anda como loco en su Peugot negro para llegar a tiempo al estadio. A nueve días de las Elecciones Nacionales, las avenidas Italia y Ricaldoni lucen una alfombra multicolor de listas. Y, a once años de que se vuelva navegable el océano Ártico, según elmundo.es, el frío cala los huesos y el sol tibio, que antaño regalaba octubre, se esconde detrás de una bolsa de agua helada que amenaza con estallar.

Del otro lado de las murallas del estadio, el clamor de una multitud, que agotó las entradas, se percibe como un susurro embutido. De paso por la avenida 8 de octubre, a algunas cuadras del estadio, se es testigo de una masa uniforme de papelitos que avanzan volando en descenso a una altura promedio de 10 metros y medios.

El partido condiciona las rutinas, hasta las charlas de ascensor: un “Acá estamos, deseando llegar para ver a Uruguay”, suplanta al “Acá estamos, muertos de frío”, o cualquier otra de las clásicas alusiones al clima.

Montevideo es una diáspora de tribunas. Cualquier lugar es un buen lugar. Un grupo de señores, vestidos con ropas de trabajar un tanto desgastadas, y un mendigo sentado en un cajón de madera que celosamente acaba de reprocharle a uno de los señores, se refugian del frío en la entrada de un edifio. Pero no para cualquier cosa: el edifio linda con una casa de venta de televisores, sobre la calle Colonia. Desde allí, en silencio, observan cómo avanza la jugada y de a ratos emiten algún chillido desgarrador.

El bar Los Girasoles, en la esquina de Colonia y Yi, está repleto de hinchas uruguayos y Carolina, la chica que no sabe por quién hinchar. Hay un silencio que muta ante una amenaza de gol.

Carolina nació en Uruguay y, con tan solo un año, se fue a vivir con sus padres argentinos a Argentina. Fue allí donde forjó su identidad y sus amistades, hasta que la crisis de 2002 dejó a su padre sin trabajo e hizo renacer en la familia Incerti el espíritu emigratorio.

Termina el primer tiempo, los marcadores indican lo mismo que al comienzo: 0 – 0. El descanso de los televidentes se hace explícito: todos aprovechan para acomodarse mejor, y tapar mejor al otro.

A algunas cuadras de Los Girasoles, el Bar Yaguaron, en Mercedes y Yaguaron (paradógicamente), menos popular, menos espacioso y menos lleno, ofrece un baño limpio, una Coca Cola por 40 pesos, ocho mesas de las cuales cinco están vacías y lo mejor: un plasma.

Falta poco para que termine el partido. Un hombre de unos sesenta años, con cara de Bulldog, está cada vez más nervioso. Parece que evita concentrarse en el juego y busca conversación alternando comentarios con los pocos desconocidos que lo rodean. “Nos vamos al repechaje…”, sentencia, girando la cabeza sobre el cuello robusto, y Argentina mete el gol.

“Entendés que hay gente que se va a suicidar mañana”, dijo unas horas antes Taimur Yamani, el egipcio. “Si perdemos, mañana va a ser todo un bajón. Eso seguro”.