sábado, 19 de enero de 2008

El tártaro


Una noche soñé con una chica que bailaba sola y desnuda en un bosque de gomeros. Y un fuerte viento le hacía pescar una pulmonía. De niña tuve tres veces pulmonía, pero nunca me enteré por qué. Luego de saber lo que es estar internada, me prometí a mí misma no volver a enfermarme, jamás.
En el sueño, miles de mariposas rodeaban a la chica. Le volaban muy cerca, como locas, como moscas. La envolvían y confundían. Eran mariposas perfumadas, perfumadas por alguna persona perversa, y ella reía y seguía bailando.
Mas, no fueron las mariposas lo que más me llamó la atención del sueño, sino los pájaros. Eran tres pajaritos de picos beige, que la observaban posados en una rama de un paraíso, el único paraíso en un bosque de gomeros. Tenían las plumas aterciopeladas y sé que eran suaves al tacto, lo sé porque fui yo quien los puso allí, pero eran feos a la vista. La observaban con ojos de día de tormenta, pero el sol brillaba y el cielo estaba despejado; mas ninguno cantaba.
Ahora que lo recuerdo, hubo algo que también me llamó mucho la atención. Era un sabor en la boca que sentía al tragar saliva. Lo sentía como si fuera la chica que bailaba. Era un sabor amargo, como si hubiera estado masticando una hoja de gomero. Pero, sólo lo sentía de a momentos. Pronto lo eludí y me alenté a mí misma en aquella danza delirante. Así, pasó el tiempo y pronto fue hora de despertar.
El sol real ya estaba saliendo y en el sueño se avecinaba una tormenta, y comenzó a llover. Entonces, la chica paró de bailar y vio a los pajaritos. Miro a los ojos al más pequeño, que le sostuvo la mirada parpadeando periódicamente. Ella, que no podía parpadear, estacada en la tierra húmeda, se largó a llorar y la humedeíó aún más. La primer lágrima tocó la tierra, el pajarito cerró los ojos sosteniendo su postura rígida y solemne sobre la rama del paraíso, y la chica dio un grito tan fuerte que todos los murciélagos salieron de entre los gomeros. Fue sin orden, todo a la vez; y el tiempo se detuvo. Caos entre los gomeros, pero los tres pajaritos seguían posados. Fue un grito de terror.
La chica quedó con una postura indefensa, mojada y temblorosa. Su cara era como la de un niño golpeado. Tenía el labio inferir carnoso y redondo, que se dejaba vencer por la gravedad. Su expresión era una mezcla de terror y absurdo. No paraba de recorrer con los ojos, apenas inclinando la cabeza, su cuerpo delgado, casi un pellejo, que poco antes había sido picoteado por infinidad de mariposas. Ahora, éstas retrocedían obedientes, pero atentas. Así, con su mirada indefensa, la chica se pegó un tiro en la sien y, de ese forma, volaron las que se le habían metido dentro. Sin más, el más pequeñito de los pájaros voló hasta el cadáver, mientras el resto lo miraba, como quien ve a alguién que va a cometer un error, pero no se le puede ayudar, por imposibilidad o cobardía. El pequeñito colocó su pico beige sobre uno de los ojos de la muerta y bebió con dulzura de sus lágrimas. Y ya no volvió nunca al paraíso. Y yo... Yo desperté.