Todas las almohadas de la casa están mojadas. El frío paralizó a estos caracoles de agua y no paran de moverse las ideas, que están infladas con helio.
viernes, 19 de marzo de 2010
miércoles, 27 de enero de 2010
Descalza
Tenía los ojos bizcos. Sus pies eran pequeños y filosos como la diminuta gueisha que era. Siempre usaba el pelo recogido en un moño que se sostenía con una especie de media de crochet. Lucía una fealdad femenina y tonta, bailaba ballet y yo la envidiaba.
Una vez me prestó sus zapatillas. Yo tenía cinco años y ella once. Las sostuve entre mis dedos eternamente largos unos minutos para memorizar todos sus detalles: su textura sedosa, sus punteras y sus delicadas suelas. Luego, me las coloqué. Calzaban perfecto. Hundí el pie con elegancia en aquel mar de sueños infantiles, crucé las cintas en mis tobillos y apreté hasta que se me saltaron las venas. Luego intenté pararme. Pero no lo logré.
Una vez me prestó sus zapatillas. Yo tenía cinco años y ella once. Las sostuve entre mis dedos eternamente largos unos minutos para memorizar todos sus detalles: su textura sedosa, sus punteras y sus delicadas suelas. Luego, me las coloqué. Calzaban perfecto. Hundí el pie con elegancia en aquel mar de sueños infantiles, crucé las cintas en mis tobillos y apreté hasta que se me saltaron las venas. Luego intenté pararme. Pero no lo logré.
domingo, 15 de noviembre de 2009
Alicia y Fausto
Está tendido en un sillón con los pies sobre una mesita y la mirada en la nada. Escucha una canción: Where is my mind, y la canta con torpeza. Amaneció hace horas y no hay nada para hacer, sólo perder el tiempo. Son los restos de una noche en el país de las maravillas.
Del otro lado de la mesita, estoy acurrucada en otro sillón. Él cree que duermo o simplemente ignora. Yo observo, con una mirada escurridiza, la solución blanca que le cuelga de la nariz, con pena, con la nostalgia de lo que nunca voy a amar. Él está de paseo por entre sus recuerdos, huyendo de las tragedias de su vida. Entonces, de pronto existo. Me tiende una mano y lo abrazo con toda la culpa y la piedad hacia lo semi-desconocido. Por un momento participo de su pena, luego me fugo y caigo en por un hoyo de vuelta a casa.
Del otro lado de la mesita, estoy acurrucada en otro sillón. Él cree que duermo o simplemente ignora. Yo observo, con una mirada escurridiza, la solución blanca que le cuelga de la nariz, con pena, con la nostalgia de lo que nunca voy a amar. Él está de paseo por entre sus recuerdos, huyendo de las tragedias de su vida. Entonces, de pronto existo. Me tiende una mano y lo abrazo con toda la culpa y la piedad hacia lo semi-desconocido. Por un momento participo de su pena, luego me fugo y caigo en por un hoyo de vuelta a casa.
viernes, 13 de noviembre de 2009
Una fiesta a lo Capote
Retratos, Truman Capote
Anagrama, 1995
Truman Capote (1924- 1984), sobervio, sarcástico y cínico amigo de todo el mundo, es el anfitrión de una fiesta de desquiciados, a la que concurren estrellas como Elizabeth Taylor, Marlon Brando o Marilyn Monroe. Todos famosos, todos psicológimente conflictivos, pequeños y grandes a la vez. La tituló Retratos y la utilizó para crear, con la mayor de las desvergüenzas, una imagen, un dibujo bien descripto, con líneas marcadas, de cada uno de sus invitados.
El paisaje es cosmopolita, digno de un vagabundo, como él mismo se autodenomina. Una fiesta alrededor del mundo, un viaje por algún lugar de África, Japón y Estados Unidos , por citar algunos ejemplos. Se trata de una revista de fin de semana repleta de cosas viejas que nadie quiere decir y todos quieren escuchar.
Anagrama, 1995
Truman Capote (1924- 1984), sobervio, sarcástico y cínico amigo de todo el mundo, es el anfitrión de una fiesta de desquiciados, a la que concurren estrellas como Elizabeth Taylor, Marlon Brando o Marilyn Monroe. Todos famosos, todos psicológimente conflictivos, pequeños y grandes a la vez. La tituló Retratos y la utilizó para crear, con la mayor de las desvergüenzas, una imagen, un dibujo bien descripto, con líneas marcadas, de cada uno de sus invitados.
El paisaje es cosmopolita, digno de un vagabundo, como él mismo se autodenomina. Una fiesta alrededor del mundo, un viaje por algún lugar de África, Japón y Estados Unidos , por citar algunos ejemplos. Se trata de una revista de fin de semana repleta de cosas viejas que nadie quiere decir y todos quieren escuchar.
Hay un recurso: un hecho, un encuentro con el invitado, un diálogo. Truman echa mano de una especie de carisma que hace que sus “entrevistados” no quieran abandonarlo. “¿No cree que debería dormir?”, le dice Capote a Marlon Brando. A lo que responde su interlocutor: “Eso quiere decir que luego hay que levantarse. La mayoría de las mañanas, no sé por qué lo hago”. Y agrega: “Quiere algo de beber”. En otra oportunidad, Marilyn Monroe casi le rogaba que no la dejara sola: “Quedémosnos aquí senatados, por favor. Esperemos a que salga todo el mundo […] ¡No puedes dejarme sola! ¡Dios mío!”. Así las entrevistas se dan como charlas entre amigos íntimos, y Capote, mientras parece ignorar su condición priodística, va describiendo cada detalle, cada gesto y situación, a la vez que recuerda hechos del pasado, conversaciones con otros "amigos" en común, que han quedado en el baúl de lo inútil, listos para cambiar de condición.
Cada quien tiene su rótulo. Cada invitado al libro de Capote se traiciona a sí mismo. Le da, sin saberlo, el mote que el escritor estaba buscando. Nada es inventado, nada excede la realidad, más que la mera forma de ubicar los acontecimientos. En su fiesta, él es quien le pone la frutilla a la torta.
Veinte historias, veinte retratos; aunque no siempre veinte encuentros. Algunos de estos retratos son extensos y minuciosos, otros son simples pinceladas, igualmente minuciosas, pero pinceladas al fin. Como en el caso de Picasso. Un hecho: “En 1981 el mundo, suponiendo que siga girando, celebrará el centenario del nacimiento de Picasso”. Y un juicio de valor: “Picasso fue un niño pródigo y ha seguido siéndolo”. “Él es el ganador”.
Los retratos de Truman Capote son como una historia dominada por un dios griego, con apariciones repentinas, con un dominio total sobre el destino de sus personajes. Tiene un dejo absolutista, un gusto de total posesión de la situación, lo que, en cierta forma, da tranquilidad al lector. Está todo bajo control. “Es un secreto, de verdad”, le dice Marilyn. Y Capote, vil en su máxima expresión, guiña un ojo y escribe, entre unos invisibles paréntesis: “Y yo pensé: eso es lo que tú crees; yo te lo sacaré".
lunes, 2 de noviembre de 2009
Quimera del Lejano Oeste
Son los restos de un verano, es febrero y hace calor. Una ola de calor más intensa que en enero. No hay chicas tan blancas en Uruguay. Ésta lleva un vestido negro escotado, que le deja ver los hombros y le tapa las rodillas. La piel de las manos es casi transparente, como la de esos peces mal alimentados que pierden el pigmento. Se resguarda del sol con un paraguas negro -entrenado para un vendaval - que proyecta en el piso una enorme sombra salvadora. “Degue su mensague paga que lea el gueralgdo”, grita, enseñando una canasta con algunos papeles, mientras pega diminutos saltos para evitar que la arena gruesa de la calle, le queme los pies sin zapatos, y se las ingenia para no perder el paraguas.
Detrás de ella, sale de una especie de taberna del lejano oeste, el heraldo que, con mejor pronunciación logra decir a los pocos transeúntes: “Yo soy su heralgdo”. Es un joven de casi dos metros, rubio e igual de transparente.
Cualquiera pensaría que son un dúo de dementes. Pero en Valizas, todas esas cosas que a los uruguayos les despega las pestañas en las grandes ciudades, se plasman en un pueblo del Lejano Oeste, que a finales de febrero, luego de destilar hippies frustrados durante enero, deja lugar únicamente a las excentricidades.
El “gueraldo”, un francés de unos treinta años y su pareja, una francesa de unos treinta años, saben cómo divertirse: en pleno invierno europeo, se toman un avión al otro lado del Océano Atlántico para terminar en una acumulación de dunas, es decir, este pueblo a orillas del océano.
- ¿Para qué es esa canasta? –le pregunta una chica a la vocera francesa del heraldo.
- Tú coloca aquí tu mensague que a las ocho treinta él –señalando al francés alto- leegá en la plaza pública paga todos.
La plaza pública es un espacio abierto, sin ranchos, en el que salen algunos pastos de entre la arena y se juntan los artesanos a vender inciensos y pulseras de macramé.
El macramé es como un símbolo de Valizas. La tobillera de este tejido es la prueba de fuego. Si te vas sin una, seguro has pasado por la tentación de tenerla.
La dificutad no está en llegar a Valizas, sino en quedarse. Las indicaciones son claras: “Tomar la ruta Interbalnearia hacia el este hasta la bifurcación con Ruta 9, hacia el Chuy (Brasil). En el kilómetro 265 de la Ruta 9, doblar a la derecha en el empalme a la ruta 16. Antes de llegar a aguas dulces, doblar a la derecha por la ruta 10 y hacer seis kilómetros. Doblar a la izquierda en la entrada a barra de Valizas y avanzar cuatro kilómetros por camino de balastro”. Casi claras. Pero las circunstancias exceden el mero deseo de una vida salvaje. “No agua, no luz” es el emblema. Lo que confluye a “no baño y noches frente al fuego”.
Los bares, que sí los hay, son algunas tumbas conglomeradas sobre la callecita principal, que es tangente a la plaza. Con abuso del mimbre, son chozas artesanales en donde se puede tomar y si se es valiente, comer algo.
Pero lo mejor de este Lejano Oeste son, sin duda, las dunas. Éstas hacen de este lugar único. Si de pueblos gitanos se tratara, la magia podría haber estado en cualquier otro lado. Uruguay está invadido de rincones con callecitas de arena gruesa, pero ninguno se encuentra a orillas del océano a los pies de estas dunas religiosas.
Fotos, cuadros y miles de palabras le rinden homenaje a estos 30 metros de arena en forma de médanos. Valizas es eso: un pueblo de pescadores del Lejano Oeste -una cosa rara- con grandes médanos, aire fresco y una actividad explosiva que despierta año a año, y se conserva, entre tanto, con la originalidad de algún huésped quimérico.
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