
Una vez me prestó sus zapatillas. Yo tenía cinco años y ella once. Las sostuve entre mis dedos eternamente largos unos minutos para memorizar todos sus detalles: su textura sedosa, sus punteras y sus delicadas suelas. Luego, me las coloqué. Calzaban perfecto. Hundí el pie con elegancia en aquel mar de sueños infantiles, crucé las cintas en mis tobillos y apreté hasta que se me saltaron las venas. Luego intenté pararme. Pero no lo logré.